NI PUTA NI PELUQUERA
(Tomado de la Revista Replicante)
Este artículo pertenece a: Apuntes
y crónicas, Diciembre
2011, Slider-Portada-3
Ricardo
será la primera travesti en Colombia —y quizá en el mundo entero— que tenga un
busto de yeso en su honor en una plaza pública. La pieza está casi lista,
próxima a ser exhibida en Sabanetica, un pueblo recóndito del departamento de
Sucre.
Si el paciente
pudiese alzar la mirada sabría que su enfermera luce una tímida barbilla. Pero
está absorto, sumido en el dolor que le produce la inyección de varios chorros
de glicerina en el oído izquierdo. La tratante le ha inclinado la cabeza con el
fin de que el líquido llegue más rápido hasta el fondo de la cavidad sonora; la
lubricación de un tapón de cerumen es un asunto delicado. “Ella es muy
profesional. Ladear al señor ayuda a que el agua salga fácilmente por efecto de
la gravedad. Es una técnica nueva y eficiente”, dice, sonriente, la doctora a
cargo del procedimiento. El escenario es la sala de urgencias de la Clínica
Regional de la Costa, el único centro médico del popular barrio Nelson Mandela,
en el sur de Cartagena de Indias, Colombia.
Victoria, una
travesti que en realidad se llama Ricardo, está en plena faena de voluntariado.
Pregunta por los antecedentes clínicos del paciente, procesa los datos con
atención y, mientras realiza el lavado auditivo, regala a los presentes una
sonrisa coquetona. Vestida toda de blanco —incluidos los zapatos— se confunde
en el servicio como una enfermera más. De hecho, lo es: tiene la suavidad
propia del trato femenino. Ahora, por ejemplo, masajea la nuca del señor como
quien hace dormir a un niño. Le ha disparado tantos chorros de glicerina que el
hombre, un sexagenario que apenas oye, está bastante sentido. “Muy amable el
muchacho”, diría el viejo al salir. En una región tan machista como la caribeña
este simple reconocimiento podría considerarse un atisbo esperanzador.
Ricardo Urueta
Caballero, enfermera en una ciudad en que las travestis son putas o peluqueras,
ya ha conocido el rechazo de quienes la ven embutida en un mandil blanco. Hace
pocos meses, mientras trabajaba en el hospital de Turbaco, un enfermo de cáncer
en la próstata se rehusó a que ella le colocara un catéter porque “no sé ella o
él qué es lo que es”. El médico enteró al paciente de que Victoria, apodada por
entonces “la canalizaviejos” —por su habilidad para pinchar la vena de los
ancianos—, era la mejor opción para él. Sí que lo era: de un solo pinchazo
logró zanjar una seguidilla de dolorosos intentos en las arterias del viejo.
Ella también ha debido lidiar con la idea irracional de que el VIH es algo así
como el ADN de los homosexuales.
Pero quizás su
paciente más difícil haya sido ella misma. Y su labor más titánica, extirpar
los temores que de cuando en cuando la visitan. Verla arrullar ahora a un varón
se torna sobrecogedor, sobre todo después de conocer el daño que le hicieron
los hombres.
*
* *
Cuando era
estudiante de Medicina Ricardo descubrió la forma más macabra de homofobia. Aún
no vestía de mujer, pero ya era un gay deschabado. Tenía quince años, su cuerpo
era pequeñito y estudiaba como un nerd. En suma, era el candidato perfecto para
ser el blanco de la promoción. Un día, al desanudar la bolsa del sándwich que
había llevado para merendar tuvo una aterradora imagen: un pene diseccionado se
escurría entre sus panes. Sus compañeros lo habían cercernado del cuerpo muerto
de un anónimo —con el que hacían prácticas de anatomía— y lo habían incluido
como parte de su refrigerio. Ricardo se fue a quejar a la decanatura y
consiguió que suspendieran a todo el salón.
Por esos días, su
cómplice —porque el personaje de esta historia siempre tiene cómplices— era
Bertucha, una estudiante de 37 años que lo cuidaba como a su propio hijo. Esto
quedó patente, por ejemplo, cuando el profesor de Biofísica, un odontólogo
cuarentón, se le empezó a insinuar sexualmente a Ricardo, y ella le aconsejó
que camuflara una grabadora de voz en su cuerpo para obtener una prueba
irrefutable del acoso. Los titubeos de Victoria durante la ejecución del plan
lo llevaron al fracaso, y el agresor tomó represalias contra ambas: las reprobó
sin ton ni son.
Ricardo, que de
niño había querido ser sacerdote para esconder su homosexualidad, pudo estudiar
sólo los cuatro primeros semestres de la carrera. A los problemas de acoso por
parte de su profesor se sumó el congelamiento de la ayuda económica que recibía
de sus padres, que se separaron y con ello se desentendieron de su educación.
De pronto se vio en la calle, obligado a trabajar para cumplir con su meta de
ser profesional. Luego de desempeñar múltiples oficios, entre ellos el de
cocinero, logró financiar sus estudios de Promoción Social en el instituto
Colegio Mayor de Bolívar. Allí aprendió pedagogía infantil y gestó su amor,
hasta ahora desbordado, por los niños. “Me encantan porque nos los puedo
tener”, precisaría años después. Desde entonces ha integrado varios proyectos
sociales que buscan mejorar la calidad de vida de los colombianos más
precarios, en especial de los menores. Nada más alejado del estereotipo de
delincuentes-superficiales-aprovechadores que recae sobre las travestis de
Cartagena.
Si existe un
momento cero en la homosexualidad, ¿cuál fue éste en el caso de Victoria? Ella
recuerda que ha presentado un comportamiento femenino desde que tuvo uso de
razón. De hecho, ayudaba a su hermana mayor a armar los vestiditos de las
muñecas. La reacción de sus padres ante esto fue diferenciada: mientras su
papá, con quien vive hoy, se mostró tolerante, su mamá, una enfermera que
reside en Medellín, le hizo la vida de cuadritos. “Me pegaba a mí más duro que
a mis hermanos”, recordaría Ricardo con amargura. En cierta ocasión Victoria
llegó muy tarde a casa luego de salir a rumbear con el hermano del novio de su
hermana, su primer enamorado. Encontró la puerta entreabierta —como invitándola
a pasar—, por lo que supuso que su madre al fin había empezado a aceptarla. Se
equivocaba. Adentro esperaba ella, furiosa, con un palo en las manos. Pero si
bien las muendas que recibió por esos años dolían hasta las costillas, los
golpes que más sellaron su alma fueron aquellos que provinieron de la lengua
filuda de su progenitora. Como cuando le dijo que cómo se le ocurría estudiar
enfermería, si esa era una carrera para mujeres.
Como
es corajudo, Ricardo hizo de tripas corazón, y no sólo se matriculó en una
facultad de enfermería, sino que empezó a obtener calificaciones
sobresalientes. En el primer semestre se ganó una media beca; en el segundo, un
diplomado; en el tercero, quedó entre los cinco primeros alumnos, y en el
cuarto y quinto logró el primer puesto de la promoción. Hasta ganó el concurso
Chico Simpatía. Sus premios aquella vez fueron, entre otras cosas, vales para
sesiones de masaje, peeling en el rostro y clases de gimnasio.
Su travestismo estaba gatillado.
*
* *
No todas las
travestis de Cartagena han sido afanadas estudiantes de enfermería, como
Victoria. De hecho, a la mayoría le bastó recibir un gesto de discriminación en
la escuela para darse cuenta de que, en ámbitos como la educación y el empleo,
no tendrían la misma suerte que los heterosexuales. Por eso se han atrincherado
en los oficios tradicionalmente ejercidos por las mujeres atrapadas en cuerpos
de varón: la prostitución y el estilismo. Eso es lo que les queda, dice
Christian Howard, un activista del colectivo cartagenero por la diversidad
sexual Calleshortbus. Por un lado, la prostitución se nutre de la llegada de
extranjeros ávidos de cuerpos travestidos y, por el otro, el estilismo explota
el afamado buen gusto homosexual. La primera está desperdigada en zonas de la
ciudad como el Parque de la Marina y los alrededores de la Plaza de Toros, y el
segundo llega desde salones de belleza de centros comerciales hasta modestas
peluquerías de barrio. La una es nocturna y el otro es diurno. Como la paga que
reciben por una u otra actividad suele ser muy mala, a no pocas les toca guardar
la peineta para enfundarse la tanga.
Wilson Castañeda,
director de Caribe Afirmativo, un grupo en defensa de la población LGBT, piensa
que los cartageneros tienen una doble moral frente a los homosexuales. Cuando
ven a una pareja de turistas gays besándose en la boca en alguna de sus calles
toleran —con gesto cosmopolita— esa muestra de amor, pero cuando son algunos de
sus paisanos, especialmente dos afros, los que se cogen de la mano, pegan un
grito al cielo refunfuñando: “¡Qué se habrán creído esos hijueputa!” El Caribe,
explica Wilson, es una zona profundamente machista, religiosa y
heteronormativa. Ello se debería a que cerca de 70 por ciento de sus habitantes
son afrodescendientes. “Cuando tú le dices a un afro hablemos de diversidad, él
te dice eso es de los blancos, ellos son gays; los negros no somos
homosexuales”. Esta concepción de la homosexualidad como debilidad de la raza
ha llevado a las ciudades del Caribe colombiano a estar relegadas en materia de
diversidad sexual frente a urbes como Bogotá, Medellín y Cali. De hecho, un
estudio realizado por Caribe Afirmativo en Cartagena en 2010 revela que sólo
6.7 por ciento de sus habitantes considera que las travestis son sujetos de
derechos. La mayoría, 29.9 por ciento, las ve simplemente como unos individuos
peligrosos.
Hasta hace pocos
meses la Policía impedía que las travestis ingresen a la zona turística de
Cartagena porque “afean la ciudad”. Incluso ahora algunas discotecas gays les
restringen el acceso de acuerdo con ciertos cánones estéticos. “Les dicen: tú
estás muy fea o estás muy mal vestida, tú no entras o ya hay cinco adentro”,
cuenta Christian Howard. “En el imaginario colectivo”, añade, “la travesti está
posicionada como una rumbera, deschavetada, drogadicta, peleonera, ladrona,
asesina”. Wilson Castañeda, por su lado, reconoce que ha habido algunos avances
en este tema impulsados por la actual gestión municipal —como dictaminar la
atención preferencial de las travestis en los hospitales—, pero aclara que los
cartageneros están lejos de alcanzar un clima de tolerancia sexual: su
organización logró documentar doce casos de travestis asesinadas por homofobia
entre 2007 y 2010. La cifra crece a 197 en todo el país.
“En este
contexto”, remarca Howard, “Ricardo la enfermera es un caso completamente
atípico. Es una muestra de berraquera, de talante, de agallas. Tú no haces eso
si no estás completamente segura de lo que quieres y de lo que eres”. Desde que
la comunidad travesti la oyó presentarse como una enfermera en un concurso de
belleza el año pasado Victoria se ha convertido en el norte de muchas trans que
están atrapadas entre la prostitución y la peluquería. La lógica es: si ella
puede trabajar dignamente, por qué nosotras no. De algún modo, Victoria es el
empujoncito que las travestis estaban esperando.
*
* *
“¡¿Él es el que
estabas esperando?!”, grita, indignado, alguien, mientras el cronista se acerca
presuroso a Ricardo y le da la mano. Están en la avenida principal de Nelson
Mandela, si se le puede llamar así a esta trocha polvorienta. El sujeto de la
bulla no puede creer que el foráneo haya esperado por veinte minutos la llegada
de un personaje supuestamente tan irrelevante. Pero así como hay miradas
socarronas que rodean a la pareja y parecen decir ‘Uy, el maricón se consiguió
novio nuevo’, las hay también de aquellas que recorren el cuerpo de Victoria
con deseo y el del visitante con celos. Por ejemplo, un vendedor de tienda se
ríe ruidosamente mientras transita el dúo. Ni bien lo pierde de vista Victoria
murmura, pretenciosa, que el susodicho anda enamorado de ella. Los ojos
chispeantes del comerciante lo ratifican.
Ricardo
Urueta vive en la parte alta de una ladera del barrio Villa Fanny, que colinda
con el Nelson Mandela. Es un lugar donde el agua del alcantarillado está regada
por el suelo y los niños juegan cerca de ella sin cuidado. Hoy la anfitriona
luce un top rosado que resalta sus bíceps tonificados, unos jeans celestes
despercudidos y unas zapatillas de diseño geométrico. Su aspecto físico está
pulcramente cuidado. Su cabello, aún hidratado, está peinado en forma de cola
de caballo, sus lentes de contacto grises enverdecen sus pupilas y su nariz es
refinada y puntual. Su piel ha sido levemente tostada por el sol. Su mirada, a
pesar de ser traviesa, es triste: sus ojos tienen el sello de quien ha
lagrimeado más de la cuenta. Cuando ella y el cronista arriban a la puerta de
su morada Victoria se apresura en traer una silla para el visitante. En otros
dos asientos aguardan, coquetos, Juan, un gay veinteañero, y el Jesú, un afro
también homosexual. No es una coartada por la diversidad sexual, sino que, como
ya se ha dicho, Ricardo siempre necesita cómplices.
—Yo quiero ser la
reina de la diversidad sexual para cambiar el paradigma de las dos reinas
anteriores ―dice la anfitriona esperando la aprobación de sus amigas—. Ellas
solamente han sido reinas para figurar en los medios. Yo no las veo trabajar
por la población LGBT.
Victoria cuenta
que participó en el último concurso de belleza de la diversidad sexual, en
octubre pasado, y quedó entre las cinco finalistas. Asegura que le arrebataron
el premio sólo porque no es parte del mundillo de las peluqueras. “No ganaste
porque no eres estilista”, le confesó en privado un jurado. Victoria le retrucó
con ironía: “Si hubiera sabido eso no hubiera estudiado tanto, me hubiera
quedado sentada detrás de un secador”. Ricardo, primo lejano de la ex reina de
belleza de Colombia Catherine Daza, sueña con conquistar la corona este año
para desterrar los prejuicios que hay en torno a las travestis y ayudar a que
ellas, cada vez más, dejen de ser prostitutas o peluqueras.
Mientras al
cronista esta tarea se le antoja ardua, colosal, varias personas se encargan de
arruinarle el pesimismo: se acercan a Victoria con afecto y palabras de cariño,
incluso con comida, como una mujer que llega con un trozo de carne asada y la
obliga a degustarlo. “Se ve que te quieren”, hace notar el visitante. Ella lo
admite, pero pone en perspectiva estas valoraciones: la respetan porque ven en
ella a una chica harto trabajadora. Si hasta la han nombrado secretaria de la
junta de acción comunal de Villa Fanny. Pero la verdad es que no siempre la
valoraron tanto. Cuando recién llegó al barrio, hace tres años, algunos vecinos
la agredían con la mirada y —lo peor de todo— desplegaban contra ella mentiras
comprometedoras. En una ocasión le atribuyeron la autoría de un ultimátum
dirigido a ciertas familias que debían abandonar la zona en 24 horas so pena de
muerte, una práctica propia de los paramilitares. La ira de la comunidad fue
tal que los insultos que le prodigaron no la dejaron dormir.
Cierto día,
Ricardo volvió a su casa y encontró sobre su almohada una piedra del tamaño de
su cabeza. Al costado, una teja del techo partida a la mitad ratificaba la
magnitud del ataque. Su papá había dejado intacto el cuadro de la agresión para
persuadirla de que se mudara a Medellín, con su mamá, o a Turbaco, donde posee
una casa. Pero ella creyó que retirarse así equivaldría a reconocer una falta que
no había cometido. Así que denunció al gestor de la patraña, un homosexual que
vivía en Nelson Mandela, y decidió quedarse a vivir en Villa Fanny.
Victoria ha tenido
desde entonces múltiples oportunidades de mudarse a un barrio con mejor
estatus, más limpio, más seguro, más tolerante. Pero siempre ha tomado la misma
decisión: seguir en la cumbre terrosa de su colina. ¿Será que desde allí puede
observar mejor el mundo o que puede camuflar mejor su travestismo y hasta
desatar una legión de seguidores? En realidad, lo que quiere Victoria es ver
felices a los pobres.
*
* *
Ricardo será la
primera travesti en Colombia —y quizá en el mundo entero— que tenga un busto de
yeso en su honor en una plaza pública. La pieza está casi lista, próxima a ser
exhibida en Sabanetica, un pueblo recóndito del departamento de Sucre. Ella ha
llegado hasta allí como miembro del colectivo Legión del Afecto, que da asistencia
social, artística y médica a los desplazados del conflicto armado interno y de
las inundaciones. Cuando Victoria pone un pie en este lugar la tratan como a
una reina. “Me dan paseo por el mar, me quedo en las cabañas; es de lo más
bueno”, cuenta orgullosa. De hecho, la última vez que lo visitó, el año pasado,
un grupo de trescientos niños salió a recibirla en caravana. La valoran tanto
aquí que fue el lugar donde la bautizaron como mujer, Victoria. Pero ¿cómo así
llegan a querer tanto a un homosexual en el Caribe al punto de convertirlo en
una diva comunal?
—Porque nosotros
les brindamos un momento de alegría ―dice Victoria tratando de ocultar su
melancolía―. Y no soy yo el único homosexual: la mitad del grupo es gay. De
hecho, nuestro símbolo es una mariposa. La época más bonita del año es
diciembre porque les llevamos regalos. La época más triste es el invierno
porque la gente pierde sus casas. Recuerdo que íbamos a los mismos refugios a
curar y suturar a los heridos.
Por
esos días también alegraba a la gente sacudiéndose al ritmo de los bailes
Mapalé. Se ponía un vestidito sugerente y, junto con otros miembros de Legión
del Afecto, protagonizaba celebrados actos dancísticos. Aportaba calor humano
allí donde sobraba el sol. Pero no todos la veían con candor. En una ciudad
cercana, Sincelejo, cierta vez un hombre le pidió que bailara sólo para él. “Le
doy la plata que usted quiera”, le dijo. Victoria le preguntó al coordinador
del grupo si podía hacerlo, y éste le respondió que no. El solicitante, al enterarse
de la negativa del jefe, se desesperó, la tomó del brazo raudamente y le exigió
que, maldita sea, moviera las caderas. Ella lo hizo. “Tuve que bailarle. No me
había dado cuenta de que el hombre era paramilitar. Me dio mucho miedo”. Esa es
la palabra capital de su vida, su Rosebud: miedo.
*
* *
―Todos los días
oro ―murmura Ricardo cuando ya está caída la noche y a lo lejos se divisan las
luces fulgurantes de la industria cartagenera―. A Dios hay que buscarlo en el
interior de uno mismo, no en el templo, donde uno no sabe quién es bueno y
quién es malo.
Ella, a sus 22
años, sabe quién es bueno y quién es malo. Bueno es, por ejemplo, el profesor
de Medicina que le regaló dos implantes en las nalgas por su cumpleaños y no le
pidió nada a cambio.
―Malo es… ―la voz
de Victoria se entrecorta―. Malo es… ―la voz de Victoria se apaga.
Bebe un sorbo de
gaseosa y se queda pensativa, muda; mira el suelo, tirita. La noche suena a
grillos. Fue a los cuatro años. El marido de su tía. Su mamá no le creyó.
―Tan marcado pero
tan marcado quedé que les he tenido miedo a los hombres todo este tiempo ―dice
enrostrando súbitamente al cronista―. Sólo he empezado a perder el miedo con
Andrew, el último de mis tres amores. Pero todavía sueño que me cogen, que me
aprietan el brazo, que me jalan el pelo. A veces me despierto gritando.
El ultraje se
repitió a manos de su profesor de Biofísica, ese que la pilló grabándolo en
secreto. La decana de la facultad de Medicina tampoco le creyó. Ni a ella ni a
Bertucha, la testigo, que fue calificada como disociadora.
―Fue horrible
―solloza Ricardo con los ojos cerrados.
El cronista le da
unas palmaditas en el hombro mientras ella dibuja con los labios el puchero
triste de un niño.
*
* *
Victoria parlotea
con otra enfermera en un pasillo de la Clínica Regional de la Costa. Se tienen
cogidas de las manos como dos colegialas cómplices. El cronista pretende
escabullirse en la intimidad de la conversación, pero es detectado en seco y
expulsado en medio de risotadas. Así, hilarante, Vicky luce toda una fémina,
sólo delatada de vez en cuando por alguna carcajada mayor o la aspereza,
también mayor, de sus manos. El visitante captura al vuelo un chisme en torno
al actual trabajo de Victoria: como vacunadora del Programa Ampliado de
Inmunizaciones del gobierno colombiano salió la otra vez —jeringa en mano— en
un canal de televisión y un periódico. Era una campaña de vacunación por el Día
del Niño. Claro, nadie le preguntó ni su nombre ni su sexo. Pasó como una
enfermera más, diligente y guapetona.
La noticia de una
súbita intervención quirúrgica revuelve el pasillo. Victoria camina presurosa
detrás de una doctora. Una anciana con una úlcera en el pie aguarda echada
sobre una camilla. Necesita que su herida sea vendada. Ricardo lo hace con
prolijidad y sin aspavientos. Parece no afectarle el olor fétido que se esparce
en el consultorio. La mujer, sorprendida, le pregunta por qué no lleva
mascarilla.
―Mire, doña, yo sé
que algún día todos nos vamos a morir. Y nosotros, cuando nos morimos, nos
descomponemos. Eso hiede mucho más feo.
Fuera
de la clínica y ya camino a casa Ricardo le contaría al cronista que una de sus
mayores aspiraciones es reducir todo gesto de incomodidad del paciente. Si la
mascarilla va a generar algún tipo de distancia psicológica entre ella y la
persona que atiende —justo cuando ésta necesita más apoyo emocional—, Victoria
prefiere no usarla. Es su forma de decirle al paciente que lo acompaña en su
dolor. Éste suele corresponder el gesto con jugos, frutas y meriendas. A veces
ya ni le toca almorzar. “Hay algunas enfermeras que son muy aristocráticas”,
dice respingándose la nariz con un dedo. Y sonríe. Ella, menuda, tímida, noble,
es de la plebe. ®
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