La pasión periodística




Federico Campbell

2012-01-08 | Milenio semanal

Al volver a la carga el Director era un toro moviéndose en la oficina de la redacción: miraba por la ventana, hojeaba con avidez todos los periódicos de la mañana, se le ocurrían ideas para nuevos reportajes, sugería temas a investigar y entrevistas, sin dar órdenes, estimulante, dueño del mundo, incontenible. Parecía recién salido de la alberca, en posesión de una energía sobrada pero siempre bajo sereno control. Se volvía, según nosotros, quijotesco: el hombre podía ser derrotado pero jamás vencido. Era un caballero andante. Era una escuela. Era un optimista irredimible.

De estirpe germánica, el brío era su ritmo. El brío. Lo que a él lo movía era la decisión de hacer periodismo, de jugar como un niño sabio así fuera en el periódico más importante y grande del mundo o con un mimeógrafo rudimentario. “El acontecimiento me subyuga”. En el juego, en el hacer, estaba el sentido de sus acciones, y no tanto en su proyección cuantitativa. Por eso estaba seguro, porque en sus alzas y bajas en ese viraje frecuente del escepticismo a la confianza, el Director sabía, como Scott Fitzgerald, que las cosas no tenían remedio pero al mismo tiempo había que hacer algo por cambiarlas. Su valor, su coraje para oponerse al sistema, su capacidad de indignación… Eso era lo que lo mantenía en pie y lo salvaba de caer en el estercolero de la moral ambiente.

En la sala de redacción veíamos las mismas máquinas de escribir que en los telégrafos. Los ceniceros repletos. Los compañeros alcohólicos, telegrafistas periodistas. Los escritorios de metal. Las fichas de dominó. Mandábamos mensajes. Éramos periodistas en espera de la clave Morse que nos dijera quiénes éramos y de qué servía el periodismo.

Una noche llegó el telegrama: no sirve más que para ser un transmisor, un organizador de frases e ideas ajenas, al servicio de la comunidad y del poder, un “correveidile”, desde la ingenuidad propia de los ciudadanos que no imaginan lo que hacen quienes están verdaderamente en la dimensión fantástica del poder y del crimen. Un trabajo de escritores sin el narcisismo de la autoría. También fantaseábamos con que la redacción de la revista, en la colonia del Valle, era una base de cazas militares en el golfo de California, y que librábamos una batalla aérea con nuestras máquinas de escribir, que eran como metralletas voladoras y como nuestros aeroplanos que sonaban como saxofones, según decía William Faulkner, en una isla de Fresas como la de Trampa 22 en el Mediterráneo. El comandante en jefe andaba solo en su Messerchmitt y se comunicaba a la base con nosotros a través de la clave Morse. Había reporteros muy valientes que arriesgaban la vida en sus spitfires, zeros, vultees, mustangs y tigersharks, cada uno en su avión caza: Paco, Efrén, el Jerry Galarza, Nacho Ramírez, Marín, Corro, Rafael, Armando, Cabildo, Rodrigo Vera, Homero, Lucía Luna, Anne Marie, Elías y el Fede Erratas. Nos encantó combatir juntos, con nuestro mariscal de campo, durante 35 años. No ganamos ni perdimos. Quedamos empatados con la vida, que es una gran lucha perdida de antemano. Y conocimos el país desde el cielo y en las batallas terrestres.


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