A Pie de Calle: dolores que matan.




Guillermo Manzano

Por casa hay un ‘bosquecito’ donde muchos acudimos a realizar alguna actividad física. Casi a la mitad están unos juegos infantiles que sufren o se alegran por la interminable actividad que tienen en este verano (si es que los columpios y resbaladillas pueden sufrir o gozar).
De pronto la veo. Una adolescente sentada en un columpio a media mañana. Unos niños juegan fútbol. Ella llora en silencio. Con cierta discreción se limpia las lágrimas, mira al cielo. Sus labios se mueven. Quizá se pregunta ¿por qué a ella? No lo sé. La algarabía infantil no la distrae, su dolor es único. Hay dolores que matan aunque al paso de los años uno sabe que no. Sufre hasta la obviedad.
Se levanta y camina hacia unos árboles. Las lágrimas fluyen y ya no hace nada por limpiarlas o esconderlas. Se detiene junto a un abedul, lo abraza. El sollozo se escucha fuerte, casi como un gemido o lamento de animal herido. Los chiquillos dejan de patear la pelota, voltean, buscan el origen del ruido que escucharon. Lo encuentran. Risitas entre ellos y el juego sigue. Se sabe que el fútbol es como la existencia: una vez que se da el pitazo inicial hasta que concluya, no se detiene el reloj hasta que el juego acaba. Así, como acaban nuestros primeros amores…
Pasé 40 días en un hospital. Una peritonitis, muy agresiva, atacaba a mi hermano. Su vientre parecía un globo de Cantoya. No soportaba ni el más leve contacto porque le producía dolor. Nunca gritó. No sé si por una hombría mal entendida o porque ni fuerzas tenía para gritar. Iniciamos un periplo: de la cama de Urgencias a Nefrología. De ahí al quirófano y de nuevos a nefrología. Otra vez al quirófano y luego a una cama asilada (con la panza abierta), para después ir a otra cama aislada y de nuevo al pabellón de nefrología.
Poco hablamos. Raro. Antes íbamos a nuestras aventuras infantiles y juveniles juntos, siempre juntos. Ahora, aunque compartimos el mismo techo desde hace 15 meses pocas veces hablamos. Por eso en el hospital no hablábamos mucho. En parte porque buena parte del tiempo dormía y en parte porque tenía que leer materiales de trabajo. Ahí, él acostado en una cama de hospital y yo al pie de la cama con un libro. En silencio ambos.
Previo a salir –quizá por el día 35 ó 36- me comentó que cuando tenía los dolores más intensos siempre pensaba en salir del hospital, que él no quería quedarse ahí (como los tres ‘compañeros de pabellón’ que murieron en una semana). Reímos. Un par de bromas, no más. Pasó el nefrólogo a ‘la visita’ matutina. La misma pregunta de todos esos días: ‘buenos días, ¿sigue el dolor? Ya menos doctor, ya es soportable, respondía con voz apenas audible.

Foto: Guillermo Manzano

Esa vez, después de 15 días de tener ‘sus intimidades expuestas’, le cerraron la herida. ‘La infección cedió, queda un poco de pus. Con otro paciente ya lo daríamos de alta, pero él estuvo muy grave. Prefiero que se queden unos días más para asegurarnos que ya no haya infección’, me dijo el médico.
La mañana del 10 de julio nos dieron la noticia: ya se pueden ir. Bien. Gracias. Cuando se fue el médico, le dije: ya viste, no te mató el dolor…
En esos días hospitarlarios subía y bajaba a surtir las recetas. Un día me encontré con un maestro de mis años juveniles. Un saludo. No más. Después fue habitual encontrarnos en los pasillos del hospital. Ninguno dijo por qué estábamos ahí, sólo eran saludos.
Una vez fuera del hospital acudí a tramitar las citas con los especialistas que darán seguimiento durante la convalecencia de mi hermano. 2 de la tarde y la fila para pagar las consultas era interminable, o al menos así me pareció a mí. Ahí de nuevo lo vi, sentado en una mesa del comedor, frente a un vaso de unicel que guardaba un café aguado. Se veía cansado, la mirada perdida. De nuevo el saludo genérico. Me puse a leer y no vi cuando se retiró.
Dos horas después por fin pude terminar los trámites. La molestia era casi como enojo, mejor dicho, encabronamiento. Me encontré con mi maestro en la puerta principal del hospital. ‘Hace días que te veo por aquí, ¿pasa algo?’ La respuesta: mi hijo, le acaban de diagnosticar muerte cerebral… tiene seis años’. Se derrumbó el hombre, la persona, el mismo que hace veintantanos años me daba clases. Yo no supe que decir, sólo lo tomé del brazo. Respondió al contacto. Lloraba. Su pareja pasó por él. Se fueron. Ahí me quedé, anonadado, sorprendido, como estúpido en espera de algo que no sabe qué será.
Hay dolores que matan aunque uno siga vivo…

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