A Pie de Calle: Mi dolor



Guillermo Manzano

La vida es plena y segura mientras no pase nada. Mejor dicho, mientras uno no sienta nada desagradable. Por ejemplo, el dolor.  Mientras uno no sea protagonista del dolor podemos ser solidarios. Fraternos. Duros o suaves. Vamos, hasta podemos teorizar y establecer causas, efectos, curas y salvaciones. Pero cuando uno sale a escena, cuando a uno le toca, entonces la vida ya no es tan segura ni tan plena.
    No quiero escribir sobre el dolor en general. Tampoco el que sienten miles de compatriotas víctimas de las guerras del poder. Escribo sobre mi dolor. Así, en minúsculas, sin comillas ni cursivas. Escribo sobre el que sentí. El que me hizo ver una realidad. Vamos, el que me recordó que ya no soy el de hace 20 años atrás. Tiempos en que hacía y me deshacía en el amor.
    Todo empezó con una insinuación. Sutil, como todas las insinuaciones. Lo sentí levemente en la parte superior de la espalda. Del lado derecho. Ahí se alojó. Ahí se alimentó de mi indolencia. Supe de su presencia pero no hice caso.
    Al voltear la cabeza hacia el lado donde se hospedaba, se hacía presente con cierta molestia en el cuello. Pero uno no hace caso de las señales. Uno mantiene la idea estúpida de la inmortalidad y la eterna juventud. Error.
    Al ver el campo fértil de la apatía manzanesca, todo fue fácil para él. Así que sólo era tiempo de esperar el mejor momento. Los analgésicos de cebada, caña, uva, tabaco y cafeína eran la comida que le servía. Sin saber (¿cómo carajos iba  a saberlo?) le allané el camino para que se desplazara por mi cuerpo. Es raro. Uno siente pero no siente.

Foto tomada de internet

    Por fin se manifestó. Como un dios ancestral en toda su magnitud (al menos así lo sentí) y me jodió el cuerpo. ¡Coño!, de veras que duele. Viernes adolorido. Noche sin dormir. Deslizarme por la cama para poder vaciar la vejiga. Ni parado ni sentado. Como dijera Julio Haro: no me hallo.
    Sábado peor que el viernes. Gabriel exigía su reglamentaria ‘luchita’ para que el vencedor decidiera el desayuno. No le bastaban mis súplicas, ni mis ayes de dolor. Los hábitos comunes se vuelven costumbre y contra ella, nada.   
    Primero maldecía en silencio. Después me volví creyente. Pero ni dios ni el diablo se apiadaron de mí. En un lapsus de lucidez pedí ayuda. En otro, pedí que me trajeran el medicamento. Después llegó el bálsamo del amor con flores y frutas.
    Ahora estoy aquí. Frente al monitor. Exorcizando mis dolores. Medicado y, casi seguro, con un tiempo prolongado de abstinencia. El templo de Baco pierde un feligrés. Lo sé. Pero a veces y sólo a veces uno tiene que aceptar que hoy no es lo mismo que ayer.
    Ahora entiendo las particularidades del amor. Pero también comprendo las singularidades del dolor. Mi dolor es mío y sólo quiere estar conmigo. Perdón por esta muestra de egoísmo, pero cada quien que viva y sienta su dolor… 

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