A Pie de Calle: El hisopo asesino

Guillermo Manzano

Acostado. La cabeza de lado. Tufillo a sangre. Medicamentos. Olores fuertes y combinados. La mujer se acercó. Una mano ocupada con unas pinzas largas y delgadas. La otra con un aditamento con luz.
“No se mueva”, me dijo. Sentí cómo entraba ‘algo’ en mi oído izquierdo. Luego percibí y escuché cómo salía poco a poco ‘eso’ que traía adentro… ¿Cómo carajos llegué ahí?
Dos horas antes había terminado de bañarme. Listo para iniciar el día. Ya había tomado mis tres reglamentarias tazas de café. No faltaba nada. Sólo salir al mundo. ¿En qué momento lo pensé? No sé.
El caso es que tomé un cotonete y lo introduje en el oído izquierdo. ¡Madres!, el algodón se desprendió del tubito de plástico.
Sereno y tranquilo pedí a la hija que me auxiliara. Saqué de la navaja suiza el ‘quemabachas’. La instrucción fue precisa: “con cuidado saca el algodón del oído”. No pudo.
Menos sereno fui a la clínica del IMSS que está a escasos 200 metros de casa. La enfermera-recepcionista-asistente me atendió. Fue clara: “no tenemos instrumental. Deje ver si lo puedo ayudar”.
Me dijo que me sentara en una camilla. Encendió una lámpara. Igual a las que tienen algunos arquitectos e ingenieros en sus restiradores. Mientras, atendía a ‘Doña Margarita’. Supe que la señora pesaba 62 kilogramos. Estaba bien de la presión arterial y su próxima cita será el 5 de febrero.
memobares/foto

Preguntó de qué lado tenía ‘el problema’. Me acercó el rostro a la lámpara. Vi una pinza, casi como las del ‘maistro mecánico’. Desistió: “vaya a la clínica 11, a urgencias para que le saquen el algodón”.
Salí de la clínica. Pensé en los casi 25 años de cotización al Seguro Social y la primera vez que requiero servicio, no me lo pudieron dar. Empecé a sentir molestia. Dolor tenue, ligero. Pero dolor al fin.
Opté por hacer caso parciamente. Ir a urgencias pero no del IMSS, sino del Centro de Especialidades Médicas.
Llegué. Pedí informes. Me mandaron a una sala alterna de la general. 10 minutos de espera, llega una doctora. Pide datos generales. Me da un pedazo de papel rectangular que dice ‘verde’. Voy de nuevo a la recepción. Paso a caja. Regreso.
Cinco minutos y llega. Chaparrita. De lentes. Bata blanca –como toda profesional de la medicina-. “Vaya a la última puerta de la izquierda”, me dijo.
Ahí voy, por un pasillo que alberga camillas y personas que se quejan. Llego. Me siento. La doctora entra. Sin mirarme empieza a aporrear una máquina de escribir vieja. Pregunta edad, dirección, padecimientos y todo lo que un respetable galeno (¿acaso será ‘galena’?) tiene que saber.
Se levanta y sale. Regresa con un estuche negro. Parece que es de piel o al menos es una buena imitación. Me indica que me acueste. “Ponga su cabeza de lado”. Cierro los ojos y siento. Sólo siento.
“Ya está Don Guillermo”, exclama. Abro los ojos y veo el pedazo de algodón. Me pareció enorme. Como si fuese una cosecha completa.
Me indica que me quede recostado, que me puedo marear. Hago caso. No. Mejor me levanto. Lento pero seguro. Ella lava la pinza salvadora. La seca y se va.
De vuelta al consultorio (el último a la izquierda) me dice que es todo. Doy las gracias y le deseo un buen año. “Dios mediante”, responde.
Afuera me espera ‘Toribia’. La Suzuki negra que me mueve por esta ciudad. Me subo y emprendo camino. Empiezo a sentir hambre. Dolor en el oído. En un momento me detengo. Apago la motocicleta y doy lumbre a un cigarro.
¿Cómo madres me pasó esto a mí…?

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