Jalapa’la veterinaria


Guillermo Manzano

Llevar a Tota con su perríatra es una lucha. No quiere caminar por la calle. No le gusta el collar. Las dos cuadras recorridas es por demostrar quién puede más: ella o yo. Por supuesto, Tota tiene sólo dos meses, pero no se trata de ganarle por la fuerza, sino de convencerla.
Por fin llegamos. La antesala. La espera. La plática. La interacción versa sobre costumbres y hábitos para cuidar a las mascotas. Preguntan sobre el tamaño que alcanzará Tota de adulta. Quieren saber si no es peligrosa. Hay dos Poddle en espera. Tota llama la atención por ser cachorra. Se queda quieta. La muy hipócrita se porta bien. Sólo observa, su mirada melancólica pasa de una a otra. Ida y vuelta. Gana: la empiezan a acariciar.
Se deja querer. De pronto, una de ellas recuerda: mi sobrino tiene una igual. ¡Albricias!, pudo recordar que el hijo de su hermana tiene un perro bóxer. Uno sonríe. La puerta se abre. Sale un paciente entra otro. Luego uno más y después nosotros. Tota mira a la veterinaria. Ella le habla. Tota lame su mano.
La cargan y la pesan: cuatro kilos 900 gramos. En términos generales está bien de salud. Sólo hay que reforzar el proceso de desparasitación. Tres pastillas, una cada 24 horas. Nos despedimos. Tota se inquieta. Salimos a la calle y empieza la lucha, el jaloneo, la voluntad a prueba.
Camina, se para, jala. Una joven nos detiene: ‘Uy, que bonito perro, ¿cómo se llama?’; mmm, Tota. Es perrita.
Ella se agacha, la acaricia. Tota se deja, la mira y lame su mano. La joven se emociona: ¡qué bonita!, exclama con cierto entusiasmo. No lo creo, pero Tota sí y se deja querer.
Mi cara refleja mi impaciencia. La joven lo nota. Se despide. Agradezco en silencio. Trato de caminar. Tota avanza. No mucho, tres o cuatro pasos y vuelve a detenerse. Empezamos a llamar la atención. Le hablo, le pido, casi le suplico que camine. No hace caso. Se aferra a su decisión. Pienso en cargarla, pero sería mi derrota.
Jalo, lento y fuerte. Quiero que sienta quién manda. El jaloneo empieza. Ella sacude su cabeza, muerde la correa, me ladra. Parece que reclama que no quiere caminar. Me reta con la mirada. Respiro hondo e insisto con palabras. Trato de animarla, le chiflo. Nada. No la convenzo.
Un niño pasa con su padre. Se detienen. Tota aprovecha, sabe que la van a acariciar. Sonrío. ¿Muerde?, pregunta el hombre al tiempo que el niño se agacha para empezar ese ritual de pasar la mano por el lomo: de la cabeza a los cuartos traseros. Una y otra vez. ‘Mira, que bonito se siente su pelo’; exclama a su padre. Un gesto afirmativo y le dice que debe retirarse. Vamos de nuevo.
Una pareja pasa a nuestro lado. Tota empieza a caminar, los sigue. Aprovecho y ruego que no se detengan hasta llegar al auto. Mis ruegos no son escuchados. Miró el reloj: 20 minutos para avanzar cuadra y media. Desisto, la cargo y camino al auto. Ella voltea a verme. Creo detectar un toque de sorna en su mirada. Lo sé. Ella ganó. Pero habrá más batallas que enfrentar y ya veremos, le digo mientras la subo a la parte trasera del vochito. Vámonos a casa que hace frío…


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