Taxi libre(ría): el trabajo de un textoservidor
(Tomado de Kaja Negra)
Autor Samuel Segura
La
segunda vez que vi a Juan Manuel Landeros no lo reconocí. Llegó al sitio
de taxis de Perisur en un coche blanco, del año. Pensé que llegaría en el Tsuru
dorado con guinda que aparece en las fotos que hay sobre su creación, el Taxi
libre(ría). Un servicio de transporte público que se caracteriza por
ofrecerles libros a sus pasajeros durante los trayectos.
Hace
un año que Juan Manuel se dedica al textoservicio. Comenzó en el taxi de
un conocido. Lo trabajaba de seis de la mañana a nueve de la noche para sacar
los gastos de la gasolina, su salario y la cuenta para el dueño del coche.
Porque ese que vi no era su primer taxi propio.
—Un
día, mi hijo tuvo una bronca, atropelló a alguien. Tuvimos que vender algunas
pertenencias, incluidas el taxi que yo tenía, para poder librarla. Desde aquel
entonces tuve que trabajar el taxi de un conocido.
Ahora,
gracias a un préstamo, Juan Manuel pudo hacerse de un nuevo auto. Es por eso
que piensa seguir esa misma rutina de seis a nueve. Porque, en vez de pagarle a
un dueño, tendrá que pagar las mensualidades del coche.
—Me
va bien, ya no tengo la presión de tener que entregar cuentas; o ya tengo
tiempo para visitar a las editoriales o a los autores para sacar adelante el
proyecto. Por ejemplo, a Carlos López de editorial Praxis, quien
amablemente me está otorgando su apoyo con algunos títulos que ya tenemos en el
catálogo.
En
el Taxi libre(ría), lo primero que se observa al subir es el cartel que está
detrás del asiento del copiloto. Invita al pasajero a observar, a leer:
“Mientras viaja y llega a su destino, solicite un libro para su lectura con su
textoservidor y, si le gusta, puede adquirirlo”. Sobre ese mismo asiento están,
en una caja de plástico, los libros que aparecen en el catálogo: El túnel
de Ernesto Sábato, El libro vacío de Josefina Vicens Un
hilito de sangre de Eusebio Ruvalcaba y Humillados y ofendidos
de Fiodor Dostoievski, por ejemplo. Cada tres meses cambia.
—Conforme
se venden los libros los vamos liquidando a los autores que nos hacen el favor
de dejarnos sus títulos. Después de la venta les decimos “sabes qué, hemos
vendido esto”. Una parte es para ellos y otra es para nosotros. Pero, sobre
todo, la finalidad no es tanto la venta, sino que la gente se interese por la
lectura.
De
los más de 100 mil de taxis que circulan en la Ciudad de México, la capital de
un país en el que 40% de su población nunca ha pisado una librería,
sólo Juan Manuel Landeros y su
familia se dedican al “textoservicio”.
—Somos
cinco. José Luis Landeros (hermano), Ulises (hijo) e Israel Landeros (sobrino),
Mauricio Sánchez (sobrino) y yo. Lo hicimos de esta manera –en familia– porque
invitar a otras personas en el momento en que empezamos no era muy viable, no
sabemos en principio si les va a gustar la idea y, después, la confianza, saber
dónde te voy a ver, etcétera. Vamos, deben ser personas muy cercanas. Hemos
platicado con algunas personas que les interesa y estamos en vías de hacerlo
para decirle a los editores “sabes qué, necesitamos más libros”.
Y
más lectores. 1.6 millones de usuarios utilizan el servicio de taxi en el Distrito Federal. La misma cantidad de personas con estudios
universitarios que nunca ha pisado una librería.
Juan
Manuel necesitaba crear algo que verdaderamente llamara la atención a su
pasaje.
Era fin de semana y los tragos
circulaban en la reunión. El proyecto de poner música clásica de fondo para los
taxis comenzaba a fracasar. Quizá no de la forma que los anteriores intentos de
Juan Manuel, como aquel centro de fotocopiado que abrió tras su liquidación de
una empresa en la que ejerció como contador durante 30 años. Ya no le hacían
comentarios acerca de lo bueno y novedoso que resultaba ese tipo de música.
—¿Qué,
no podemos hacer otra cosa? —Preguntó Juan Manuel a los demás.
—¿Cómo qué?
Vender revistas, periódicos, entre otras ideas, surgieron en la mesa.
—Oigan, si a todos nos gusta leer, ¿por qué no mejor incluimos libros? —Dijo él y en la mesa sonó el silencio.
—¿Y cómo le hacemos?
—Pues, tal vez les parezca complicado, pero, puede ser algo simple. Los autores que hemos leído, que ya hemos leído todos y que va a ser más fácil comentarlos, los vendemos.
—No es mala idea. —Dijo uno de ellos, tras darle un largo trago a su cuba.
—Pero, ¿cómo le vamos a poner? —Dijo otro, después de echarle hielos a su vaso.
—Sugieran…
El silencio sonó otra vez.
—“El taxi de la cultura”.
Les sonó muy pretencioso.
—“El taxi de…”
Pero ninguna idea surgía. Tuvieron que pasar más tragos.
—¿Qué les parece “taxi-libre…taxi librería”?
—¡Ah, pues mira, no parece mala idea!
—¿Cómo qué?
Vender revistas, periódicos, entre otras ideas, surgieron en la mesa.
—Oigan, si a todos nos gusta leer, ¿por qué no mejor incluimos libros? —Dijo él y en la mesa sonó el silencio.
—¿Y cómo le hacemos?
—Pues, tal vez les parezca complicado, pero, puede ser algo simple. Los autores que hemos leído, que ya hemos leído todos y que va a ser más fácil comentarlos, los vendemos.
—No es mala idea. —Dijo uno de ellos, tras darle un largo trago a su cuba.
—Pero, ¿cómo le vamos a poner? —Dijo otro, después de echarle hielos a su vaso.
—Sugieran…
El silencio sonó otra vez.
—“El taxi de la cultura”.
Les sonó muy pretencioso.
—“El taxi de…”
Pero ninguna idea surgía. Tuvieron que pasar más tragos.
—¿Qué les parece “taxi-libre…taxi librería”?
—¡Ah, pues mira, no parece mala idea!
Así
inició el proyecto, acercándose a los autores que conocía. De cómo pondrían los
libros en el taxi, pensó en una caja en el asiento del copiloto, con letreros
en las espaldas de ambos asientos. Uno llevaría el Soneto XXX de Shakespeare.
—La
primera vez que me compraron un libro me emocioné mucho. No tanto por la venta,
sino porque la persona se interesó en el proyecto, en la lectura.
Juan
Manuel deja de hablar un momento cuando un camión pasa por el túnel que
cruzamos. El ruido que hace persiste un par de segundos más. De la base de
taxis donde trabaja, en Perisur, al sur de la Ciudad de México, nos movemos a
un lugar más cómodo para charlar, debajo de la sombra de un árbol.
—Casi
lloro de la emoción.
Landeros
es un hombre que no pierde la sonrisa. Hace bromas. Y comparte. No sólo sus
libros. De una bolsa de plástico saca un par de refrescos. El sol del mediodía
pega con toda su fuerza. Se desabotona la camisa. Pero los refrescos permanecen
intactos. Como las canas de su peinado.
A
través del retrovisor observa a los pasajeros, en espera de que le pregunten
sobre el Taxi libre(ría). La mayoría de la gente que sube lo hace:
—Oiga,
¿cómo funciona esto?
—Ah, pues como dice ahí. —Lea, pasajero, lea.
No deja de mirar por el retrovisor. No dejan de hacerle preguntas.
—¿Usted trae los libros?, ¿los trae en la cajuela?
—No, los traigo aquí adelante. Cualquiera de los títulos que usted ve ahí me lo puede pedir, yo se lo presto, usted lo puede ir leyendo mientras llegamos a donde usted va, y si le gusta puede adquirirlo.
—Ahhh…oiga, qué buena idea. Es la primera vez que me subo a un taxi y, porque todos así como que llevan pura música guapachosa, es la primera vez que me ofrecen lectura en su taxi. Me han ofrecido refrescos, revistas, dulces, pero nunca un libro.
—Pues acabamos de iniciar el proyecto. —Sonríe, orgulloso.
—Ah, pues muchas felicidades. A ver, présteme este libro. ¿Y qué me puede platicar de él?, ¿lo tiene disponible?, ¿cuánto cuesta?
—Ah, pues como dice ahí. —Lea, pasajero, lea.
No deja de mirar por el retrovisor. No dejan de hacerle preguntas.
—¿Usted trae los libros?, ¿los trae en la cajuela?
—No, los traigo aquí adelante. Cualquiera de los títulos que usted ve ahí me lo puede pedir, yo se lo presto, usted lo puede ir leyendo mientras llegamos a donde usted va, y si le gusta puede adquirirlo.
—Ahhh…oiga, qué buena idea. Es la primera vez que me subo a un taxi y, porque todos así como que llevan pura música guapachosa, es la primera vez que me ofrecen lectura en su taxi. Me han ofrecido refrescos, revistas, dulces, pero nunca un libro.
—Pues acabamos de iniciar el proyecto. —Sonríe, orgulloso.
—Ah, pues muchas felicidades. A ver, présteme este libro. ¿Y qué me puede platicar de él?, ¿lo tiene disponible?, ¿cuánto cuesta?
Es
ahí cuando se da el trabajo de un textoservidor. Juan Manuel ofrece las letras
que le han enchinado la piel. Platica las tramas, habla sobre los autores.
Bromea. Cuenta las anécdotas que ha tenido con ellos. Siembra en el pasajero la
semilla del interés por la lectura. Y si ya lo tenía, lo refuerza, lo estimula.
Lo hace rápido: los viajes no duran mucho tiempo.
Algunas
personas compran los libros, otras no. En un principio, vendía tres al día, o
tres a un solo individuo. Casi el promedio de libros que una persona lee al año
en el Distrito Federal. Pero no siempre la gente lleva dinero extra cuando
viaja en taxi. Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares
2010, las personas gastan más en transportación que en artículos de educación.
Algunas
le han pedido su contacto. Otras prometen comprar un libro para la próxima.
Iba
ruleteando esa tarde cuando recibió una llamada. “Oiga, tenemos esto que tal
vez le pueda interesar; hay personas a las que proponemos para que obtengan un
reconocimiento en el Monumento a la Revolución por el fomento a la lectura.
Dentro de esas personas está usted”. Juan Manuel pensó que nada pasaría.
Y nada pasó.
Y nada pasó.
La
Secretaria de Educación del Distrito Federal le entregó el reconocimiento del
Consejo de la Comunicación. Lo nombraron embajador de la lectura a mediados del
2011. El diario El Universal y Canal 22 se interesaron en su trabajo. Pero
nunca ha recibido un apoyo por parte del gobierno del DF para levantar su
proyecto.
—Sí me gustaría que hubiera un apoyo –dice Juan Manuel, tras el volante– para que el proyecto no quede nada más como “qué bonito, qué ocurrencia, qué chido”, como si uno estuviera jugando.
—Sí me gustaría que hubiera un apoyo –dice Juan Manuel, tras el volante– para que el proyecto no quede nada más como “qué bonito, qué ocurrencia, qué chido”, como si uno estuviera jugando.
Desde
que inició con Taxi libre(ría), Juan Manuel no ha buscado el apoyo del
gobierno. Ahora, prefiere seguir así, sin ayuda, con su nuevo taxi, con la
gente que ya conoce.
—Un
día, trabajando en la calle, porque antes de llegar al sitio de taxis trabajaba
en la calle, vi a Eusebio Ruvalcaba, estaba ahí parado, muy cerca de San
Fernando, por donde él vive, iba con su hija Erika, y lo que hice fue darme la
vuelta, les ofrecí el servicio, se subieron, me dijeron que al CCH, los llevé
al CCH, y le pregunté sin más ni más “oiga, y su programa que transmiten en Radio
Educación acerca de la música clásica a qué hora lo pasan”, “no, no sé”, “
ah bueno, es que leí un artículo sobre usted donde dicen que pasan un
programa”, “ah, no, no sé, pero déjeme le investigo”. Dejamos a su hija y
“oiga, ya que estamos platicando de esto, ¿por qué no me lleva a Radio
Educación?”, me dijo Eusebio. En el ínter le pregunté cosas sobre música, se
fue dando la plática, le dije que lo conocía a él a través de su escritura y
que traía artículos del periódico que me habían gustado, se los mostré y me
dijo que le diera una tarjeta, y de ahí fue creciendo la amistad. Ya luego me
presentó a Víctor y a algunos otros escritores.
Después
de tener los contactos fue como formó Taxi libre(ría). Tres años manejó un taxi
que no era suyo. Habló con el dueño sobre su idea. Le platicó los detalles y
él, accesible, le permitió iniciarlo.
Principalmente
ha recibido apoyo de autores que leyó desde que iba en la vocacional. Pero no
siempre. El libro vacío de Josefina Vicens lo compraron los
“textoservidores” porque en el Fondo de Cultura Económica no les dieron
las facilidades para adquirirlo a un menor costo. Los autores mismos son
quienes les facilitan los títulos a un precio más bajo que en librería. Y así
es como venden los libros, a unos pesos menos de lo que se encontrarían en
tiendas.
Cada
uno de los taxistas del proyecto tiene que leer o, por lo menos, saber de qué
trata cada libro del catálogo. Hacer un trabajo completo de “textoservicio”.
Eso lo implementaron desde el momento en que surgió la idea, cuando ésta ni
siquiera tenía nombre.
—Tienen que leer porque la gente les preguntará. No tendría sentido llevar ahí los libros sin haberlos leído.
—Tienen que leer porque la gente les preguntará. No tendría sentido llevar ahí los libros sin haberlos leído.
El
libro de Patricia Highsmith tiene el separador en la página cincuenta y
tres. No está en el catálogo, pero sí comparte espacio con los demás libros de
la caja. Tras los pasos de Ripley, Juan Manuel lo lee en sus ratos
libres, como lo hacía cuando trabajaba como contador. Cualquier espacio lo
aprovechaba para sumergirse en las páginas que lo embebían.
—Si
tenía chance, me iba al Sótano o a la Gandhi, me compraba algún libro y a la
hora de la comida, pum, pum, una página tras otra.
El
hilito de sangre de Ruvalcaba es
de lo que más se vende en la Taxi libre(ría). Alguna vez han incluido a Charles
Bukowski o a John Fante en su catálogo. Landeros platica con los
demás textoservidores para saber si están de acuerdo en vender ciertos títulos.
No todos tienen los mismos gustos, pero tratan de llegar a una resolución
común.
La
música clásica aún suena de fondo dentro del taxi. Juan Manuel cuenta que nació
en la Ciudad de México, en Copilco, y que vivió mucho tiempo en San Fernando,
Tlalpan, junto a su padre. Recuerda que no tenía muchas amistades y que lo que
había cerca de su casa era una librería de viejo. Así fue como se acercó a los
libros. Herman Hesse, José Emilio Pacheco y José Agustín
marcaron su adolescencia.
Desde
entonces le gustaba compartir la literatura. A sus compañeros de vocacional
–donde comenzó a leer los diarios Unomásuno, La Jornada y,
después, El Financiero– les platicaba sobre los textos que leía.
—Mira,
te traje este libro, a ver qué te parece.
—¿Y ése qué?
—Pues no es de mercadotecnia ni de contabilidad, pero está chido.
—¿De qué trata?
—Pues léelo.
—A ver, préstamelo.
Cuando llegaba el momento de la devolución, una semana después, a Juan Manuel Landeros le comentaban:
—Oye, está bueno el libro, ¿no tienes otro que me prestes?
—¿Y ése qué?
—Pues no es de mercadotecnia ni de contabilidad, pero está chido.
—¿De qué trata?
—Pues léelo.
—A ver, préstamelo.
Cuando llegaba el momento de la devolución, una semana después, a Juan Manuel Landeros le comentaban:
—Oye, está bueno el libro, ¿no tienes otro que me prestes?
Hasta
ahora, con su Taxi libre(ría), es cuando vuelve a compartir sus gustos
literarios. Con sus pasajeros. Por ejemplo, aquella cliente de Perisur, de unos
56 años, que abordó el Taxi libre(ría) un día. Ella iba hablando por teléfono.
Juan Manuel, mirando por el retrovisor, atento.
—Para
el Periférico.
—¿Hacia el norte?
Ella seguía hablando por teléfono.
—Sí, sí, lo espero ahí –decía la mujer al teléfono.
Juan Manuel seguía atento, escuchando la plática.
—Sí, para que me haga el presupuesto, por favor, usted ya había ido, ya sabe donde vivo. Sí, por Cuajimalpa. Ajá. Bueno, pues por ahí, ya sabe, está una zona residencial, ahí en la salida hacia Cuajimalpa. Ah muy bien. Oiga, y aprovechando… –Y la mujer mencionó un título de Carlos Fuentes– ¿Cómo ve, cree que me lo pueda llevar? Sí, yo se lo pago ahí. Sale, está bien, adiós. Ay, disculpe, señor –refiriéndose ya a Juan Manuel– es que ese señor un día me trabajó, pero no sabe llegar…voy a Cuajimalpa.
—Muy bien. Oiga, señora, si no es indiscreción, ¿a cómo le dan el libro de Fuentes?
—¿Por qué?
—Mire los letreros.
—Ah, ¿usted consigue libros?
—No precisamente. Pero leí una reseña de ese libro de Fuentes y le puedo decir de qué trata.
Juan Manuel le contó a la mujer de qué trataba el libro.
—Ah, sí sabe. Oiga, y de todos estos, ¿cuál me recomienda?
Juan Manuel le recomendó alguno.
—A ver, présteme ése.
Durante todo el trayecto, Juan Manuel le prestó cinco títulos. Los que no le interesaban, se los devolvía. Hasta que llegaron a Cuajimalpa.
—¿Cuánto le debo?
—Por el servicio, son 30 pesos.
—Ah, y no va a alcanzarme para comprarle ningún libro.
—No se preocupe.
—Cóbrese por favor.
—Oiga, ¿y mis libros?
—¡Ay, señor!, soy muy olvidadiza, de repente me pasan estas cosas, pero aquí están sus libros.
—¿Hacia el norte?
Ella seguía hablando por teléfono.
—Sí, sí, lo espero ahí –decía la mujer al teléfono.
Juan Manuel seguía atento, escuchando la plática.
—Sí, para que me haga el presupuesto, por favor, usted ya había ido, ya sabe donde vivo. Sí, por Cuajimalpa. Ajá. Bueno, pues por ahí, ya sabe, está una zona residencial, ahí en la salida hacia Cuajimalpa. Ah muy bien. Oiga, y aprovechando… –Y la mujer mencionó un título de Carlos Fuentes– ¿Cómo ve, cree que me lo pueda llevar? Sí, yo se lo pago ahí. Sale, está bien, adiós. Ay, disculpe, señor –refiriéndose ya a Juan Manuel– es que ese señor un día me trabajó, pero no sabe llegar…voy a Cuajimalpa.
—Muy bien. Oiga, señora, si no es indiscreción, ¿a cómo le dan el libro de Fuentes?
—¿Por qué?
—Mire los letreros.
—Ah, ¿usted consigue libros?
—No precisamente. Pero leí una reseña de ese libro de Fuentes y le puedo decir de qué trata.
Juan Manuel le contó a la mujer de qué trataba el libro.
—Ah, sí sabe. Oiga, y de todos estos, ¿cuál me recomienda?
Juan Manuel le recomendó alguno.
—A ver, présteme ése.
Durante todo el trayecto, Juan Manuel le prestó cinco títulos. Los que no le interesaban, se los devolvía. Hasta que llegaron a Cuajimalpa.
—¿Cuánto le debo?
—Por el servicio, son 30 pesos.
—Ah, y no va a alcanzarme para comprarle ningún libro.
—No se preocupe.
—Cóbrese por favor.
—Oiga, ¿y mis libros?
—¡Ay, señor!, soy muy olvidadiza, de repente me pasan estas cosas, pero aquí están sus libros.
La
mujer sacó los libros de su bolsa.
Juan Manuel sonríe. Salvo esa experiencia, y otra
en la que le prestó un libro a una chica que no tenía dinero, y a quien le
pidió volviera para devolvérselo, pero que no lo hizo, Landeros no se ha
llevado malos ratos con el Taxi libre(ría). Enciende el automóvil. Vuelve a
sonreír. Son gajes del textoservicio.
Comentarios