Me gusta ser mujer (y odio a las histéricas)



Leila Guerreiro

Un día mi padre me llamó y me explicó lo de la semillita, acariciándome la cabeza como si me estuviera dando el pésame. Entendí así: entendí que el hombre metía un brazo adentro de la mujer -no me pregunten por dónde-, y que con los dedos -que en mi imaginación tomaban la forma de una tenaza que tenía mi abuelo Elías- plantaba una semilla. El procedimiento me pareció asqueroso, humillante y quirúrgico, pero enseguida vi que había solución:
-Yo voy a hacer al revés, le voy a meter una semilla a un hombre.
– No.
–¿Por qué?
–Porque no.
“Porque sí” y “Porque no” eran dos respuestas con mucho rating en casa, pero después de esta explicación botánica, mi educación sexual tuvo todavía otro capítulo. Eran las cinco de la tarde de un año en el que tuve siete años. Volvía a casa caminando con Paola, una compañera de colegio, y el grito llegó como un baldazo: dos varones de séptimo grado, desde la vereda opuesta. Paola se arreboló. Le pregunté qué quería decir lo que nos habían gritado, y me mintió que no sabía. Paré a tomar la leche en casa de mi abuela Any y disparé:
–Abue, ¿qué quiere decir “las vamos a coger”?
–Quiere decir que te quieren tocar. Es algo que te hacen los varones. Es muy feo.
A los siete años, entonces, estaba segura de cuatro cosas acerca del sexo: a) que consistía en la introducción de una semilla; b) que eso probablemente se llamara coger –yo era intuitiva–; c) que se hacía con las manos o con tenazas; y d) que era algo muy feo que hacían los varones y que las mujeres, probablemente, padecíamos.
Putas. Eran todas putas. Las que atendían al sodero en bata, las rubias, las viejas que no usaban enagua. Si caminabas moviendo el culo, eras puta. Si volvías a tu casa después de las once de la noche, eras puta. Puta era la que iba al colegio con las uñas pintadas, puta la divorciada y puta la hija de la divorciada.
En Junín, provincia de Buenos Aires, la ciudad donde viví hasta mis diecisiete, la vida era complicada si nacías varón: había demasiadas opciones. Pero si nacías mujer era fácil. Tenías que tomar una sola decisión: eras casta o eras puta. Y si eras como yo –estudiosa, clase media, hija de padres respetables– se descontaba que puta no, y que te ibas a casar con el himen enterito, si era posible con tu primer novio. Ahora tengo 34, vivo en Buenos Aires desde los 18, comparto casa con Diego hace 6 y me piden que escriba sobre lo que me hace mujer. Lo que me ancla del lado hembra de las cosas. Se me ocurre que a) no quiero escribir unos párrafos que pudieran someterse al título “Me gusta ser mujer”; y b) que ser mujer en Junín fue una experiencia cercana a lo vergonzante e imposible de obviar porque allí empezó todo. Yo era un dechado: once añitos, moralista, recatada. Mis padres no me dejaban usar tacos altos, ni polleras cortas, ni maquillaje. Mi madre me promocionaba como si yo me mantuviera alejada de las tentaciones por voluntad y no por prohibición.
–Ay, qué grande que está– decían sus amigas, y mamá completaba:
–Sí, es muy madura para la edad que tiene.
Madura quería decir que yo no contradecía sus órdenes y que, por lo tanto, nadie me había besado ni tocado y que, aunque a escondidas leyera la Justine del buen marqués y me agarrara bruta calentura, las cosas seguían bien porque nadie se enteraba. La inocencia iba primero, y no importaba mucho si era real o fingida: importaba lo que estaba a la vista. Y lo que estaba a la vista era yo, tan casta.
El sexo prometía más amenazas que el hombre de la bolsa. Entonces, era mejor no averiguar y mantenerlo lejos. Fue así hasta mis nueve o diez años, cuando le pedí explicaciones a una amiga mayor.
–Me explicás todo, ya.
–No, me da vergüenza.
Acá había algo interesante. Le ofrecí mi Mental Top a cambio de algunas precisiones, nos encerramos en mi cuarto y me explicó. Me dio impresión. Sobre todo, lo del pito. Suponía que esa cosa parecida a un tornillo, que sólo había visto en los bebés o en mi hermano menorísimo, tenía que adquirir una consistencia casi metálica. El pito pasó a ser un arma amenazante y escondida. En un baldío cercano a la escuela, las paredes estaban repletas de unos dibujos como aviones con alas desplegadas y grandes soles oblongos con pestañas (unos sexos que ahora se me ocurren aterradores), pero los aviones y los soles pestañudos no se parecían a nada que yo guardara bajo la bombacha o que adivinara detrás de las braguetas que husmeaba con discreción. Tenía miles de dudas, pero pánico de compartirlas con mis amigas. Es que en mi pueblo todas éramos vírgenes pudorosas hasta el casamiento.
Todas.
Yo era capaz de matar por esta convicción. Así era yo. Boba. No creía en dios pero confiaba en El Himen. Mi amiga mayor, la que me explicó los rudimentos del sexo, tuvo cuatro hijos. Cinco años después de casarse, dejó estudio y empleo para mudarse a un pueblo de dos mil habitantes donde su marido había encontrado un trabajo que lo conformaba.
No sé en qué pensó mientras se mataba. No sé por qué se mató. Sé lo que pensé cuando la vi en su cajón: que había que tener cuidado. Que después de todo, la fórmula perfecta de la felicidad (hijos, marido, la casita con césped) podía no ser la fórmula perfecta de la felicidad.
Pero yo era joven, estaba rabiosa, se había muerto mi amiga y el mundo me debía una.
De todos modos, me mantuve alerta.
Es noche de martes.
Diego lava lechuga. Yo corto cebollas, pico tomates, controlo una salsa. Abrimos un vino. Después de comer, cruza sus cubiertos y me dice que qué bien cocino. Que soy rebuena ama de casa. Ahora –mucha confianza y años juntos– sólo finjo que me enojo y él, que me conoce, finge que se sorprende con mi ceño fruncido. Sabe que me gusta cocinar y tener la casa ordenada, pero sabe, también, que imagino el infierno bajo la forma de las tareas del hogar como ocupación obligatoria y excluyente. Tenemos cuentas separadas, casa compartida y responsabilidades iguales. En fin: casi. Porque si bien no hay nada que sea tarea exclusiva de Diego, sacar la ropa del tendedero y guardarla en los placares es una de esas cosas que “si-no-las-hago-yo-no-las-hace-nadie”. A Diego, simplemente, no le importa ver la ropa colgada durante meses, y yo prefiero que las medias y los calzones no me arruinen la vista del balcón, de modo que una vez por semana me transformo en mi mamá, que volvía del fondo con una parva de sábanas oliendo a sol, y junto la ropa recién lavada. Cada tanto me canso y revoleo mi derecho a la igualdad, entonces Diego dice con ternura “Sí, gordita, tenés razón”, dobla un par de remeras y a la semana otra vez: ahí voy yo, juntando broches por el balcón. También soy la encargada de la sección “Comidas difíciles” (Diego es del Club del Bifecito a la Plancha, si le toca cocinar). Si llego tarde a casa sobre el pálido desierto de la mesada lucirá, con suerte, el laguito rojo de un tomate cortado al medio. Si es Diego el que llega tarde, de guacamole para arriba, habrá de todo. Antes pensaba que estas cosas –el orden, la comida caliente, una casa agradable– tenían que ver con cierta sensibilidad femenina en la que, por cierto, me cuesta creer: tengo amigos varones que viven solos y sus casas son tan agradables como la mía y cocinan mejor que yo. Prefiero creer que son síntomas –visibles– de mi educación de buen partido: prolija, limpita y ordenada. Cosas que aprendí de mi madre: perfumar la casa con cascarita de naranja, sacar las frazadas al sol.
Cosas que, confieso, me gustan.
Pero también trató de enseñarme otras que no me gustaron tanto.
En 1979 yo ni soñaba en compartir mi vida con un hombre, pero tenía doce años y supongo que mi madre habrá pensado que era momento de hablar por primera, y única vez, de mujer a mujer.

–Nena, vos ya sabés lo de la menstruación, ¿no? Sí, yo ya sabía. Me recordó, entonces, lo que ella creía importante: en esos días no convenía que me bañara, tomara sol o hiciera gimnasia, mirá que la Patri, la chica de la esquina, se metió en esos días en un río cordobés y le dio tremenda hemorragia. Y ni hablar de tampones. 
Pero el mismísimo día de mi primera menstruación me di una ducha de dos horas y me fui a mi clase de guitarra, atenta a posibles dolores, hemorragias de hecatombe. No pasó nada. De a poco subí la apuesta. En esos días hacía más gimnasia, corría más, saltaba más alto. Mi cuerpo respondía con orgullo. Ningún espasmo. Ningún flujo imparable. Al poco tiempo descubrí que los tampones no estaban contraindicados para chicas vírgenes. 
Después de eso, el amplio folklore menstrual (no había que tomar aspirinas porque te morías desangrada, había que comer remolacha porque te hacía sangre, el Evanol te daba cáncer) empezó a parecerme muy ajeno. Me gustó menstruar. Aunque en el barrio era una enfermedad que había que soportar con discreción (la mamá de una amiga no se lavaba las manos cuando menstruaba: se las repasaba con un trapo húmedo, no fuera cosa...), empecé a mencionar el asunto sin pudor en mi casa. 
–Me indispuse –tiraba, a la hora del almuerzo–. Ay. Me duele un ovario. 
Mi padre se compadecía en silencio, mamá clamaba por discreción y mi hermanito preguntaba “¿Qué dijo, qué dijo?”, pero nadie se animaba a hacerme callar. Una mujer menstruante era, antes que nada, una persona inimputable.

–¡¿Tango!? ¡¿Vos!?
Preguntó mi madre en el teléfono y yo dije que sí y a ella le pareció espantoso. 
–¡Esa música de viejos, qué decadente!
Mi amiga Mariana dice que probablemente tratar de explicarle a mi madre por qué por estos días Diego y yo estamos aprendiendo a bailar el tango sería como que dentro de cuarenta años un grupo de personas de treinta y pico intentara explicarnos a nosotras por qué ellos se juntan los sábados para escuchar a Menudo y Los Parchís. Es probable. De todos modos, Diego y yo estamos aprendiendo a bailar el tango, y nos gusta, y juro que no sé por qué todos en las clases se sienten obligados a subrayar con una sonrisita socarrona cualquier alusión al machismo tanguero, pero nadie que yo conozca se altera con la publicidad televisiva del pan lactal en rebanadas Bimbo. 
Pan Bimbo, toma uno: en un recinto repleto de hombres, una mujer se tapa la corredura de la media antes de levantarse y caminar a sala traviesa; otra muchacha, esta vez en una obra en construcción, habla por su celular mientras, maternalmente, le calza el casco a un obrero que no lo lleva puesto. Escena final: una mujer les sirve rebanadas de pan Bimbo a sus hijos. Una voz en off –de hombre– dice: “Las mujeres cambiaron, pero siguen siendo mujeres”. 
¡Ey! Yo no soy una “mujer en rebanadas Bimbo”. A mí no van a darme permiso para hacer lo que quiero siempre y cuando cumpla con el sacrosanto fin reproductivo. 
Si le pido a Diego que mencione siete diferencias entre hombres y mujeres dice “Ninguna”, y después dice “Sí, las tetas” y después dice “No, tampoco”, pero todos mis amigos están convencidos de que una madre es más importante durante los primeros años de vida de un crío que un padre. 
–Y aparte de la teta, digamos, ¿qué te parece a vos que el padre no le puede dar al chico? –pregunto. –Muchas cosas –dice mi amigo Juan–. La madre es irreemplazable. 
Cuentos chinos, digo yo. Excusas para cargarles a las chicas todo el sambenito de la crianza. Prueben, si son hombres, a pedir una licencia de tres meses en el trabajo para criar. Una larga carcajada será lo que reciban. 
No. 
Eso a nadie le parece sexista. 
Pero el tango... ah, señores; el tango sí. El tango es la fuente de todos nuestros males. 

Un día el himen, ese pedazo de piel responsable de tanto escándalo, dejó de parecerme importante. Había leído tanto sobre sexo –en los libros que no me dejaban leer, en las revistas que se suponía que no leía– que podría haber dado clases en un burdel, virgen y todo como era. Sabía que la pérdida de la virginidad era un rito de pasaje del que los hombres se sentían responsables y al que las mujeres le tenían pavor. Decidí que no iba a permitir que nadie cargara con la responsabilidad de haber finiquitado el parchecito. No diré ni cómo ni cuándo, pero no hubo sangre. No hubo dolor. El no se dio cuenta y para mí no tuvo la menor importancia. Fue como yo quería. Sigo pensando que las mujeres cargamos con demasiadas funciones y órganos sobrevaluados. La virginidad, la menopausia, la menstruación, el primer polvo, los ovarios. Y, claro, el embarazo. Nunca quise tener hijos. 
Nunca me conmovió la idea de parir. Todavía me divierte el asombro que producen las palabras “no quiero”: hay quienes elaboran un consuelo (“Bueno, ya te van a dar ganas”), ensayan sospechas (“No podrá y dice que no quiere”) o se enojan (“No podés ir en contra del instinto materno”). Mi caso es más simple. No quiero. Nunca quise. No tengo ganas. Ni siquiera pienso en eso todos los días. Diría que ni siquiera pienso en eso todos los años. 
El oficio me llevó a hacer entrevistas con madres solteras, casadas, divorciadas, adolescentes. Todas recitan que los hijos te hacen olvidar de las dificultades, que el único sacrificio que hace una madre es no poder estar con ellos tanto como quisiera. Tanto consenso en el lugar común termina por no querer decir nada y despierta sospechas de sentimientos algo más bajos, inconfesables. Nunca me conmovió el parto con padre al lado, ni entiendo la sacralización de las embarazadas que vuelven, por obra y gracia de la hinchazón, a ser nenas inexpertas receptoras de todo tipo de consejos: “comé yogur, comé lentejas, tomá calcio, tomá leche”. ¿A ninguna le incomoda esa condición de caballo de Troya, de envase sobre el que todos tienen derecho? Hace poco una amiga, embarazada, se quejaba porque su obstetra la obligaba a hacerse decenas de análisis que ella creía innecesarios. 
–Me hace perder un montón de tiempo. Los médicos piensan que sos una persona que está en su casa tomando licuados de vitamina y esperando que nazca el baby. En las salas de espera está repleto de embarazadas leyendo el Para Ti, aburridas, resignadas, y vos mirando el reloj porque a las once tenés una entrevista con el presidente de la primera aseguradora del país por un juicio millonario. 
Mi amiga es abogada. 
Los hijos, creo, son un tema sobredimensionado. 
No todo el mundo necesita tenerlos. 
No creo que haya mucho más que decir al respecto. 
A los 18 me mudé a Buenos Aires para estudiar una carrera universitaria. Tenía vocación para las matemáticas, el cine y las letras, pero estudié Turismo. Todavía me pregunto por qué. Cinco años después obtuve al mismo tiempo un título de licenciada y una confusión tan grande como el iceberg que hundió al Titanic. Mis padres no se mostraban dispuestos a mantenerme, y ahora que ya no estudiaba tenía dos opciones: trabajar o casarme y ser una señora en relación de dependencia. Tenía un novio, pero preferí buscar empleo. Conseguí un trabajo de nueve a cinco en una agencia de viajes. A los seis meses decidí que había estudiado la carrera equivocada y que me deprimía venderles viajes a los demás: la que tenía que viajar era yo. Además, quería escribir. 
Renuncié. 
Fue mi etapa de caída libre sin paracaídas en La Vida Real y el aterrizaje casi me mata. Tenía veintiún años y creo que enloquecí. 
Conseguí un empleo de vendedora en Cacharel. 
Vendí tres tapados, me sentí miserable desde la hora del almuerzo y me escapé sin reclamar ganancias. Esa misma semana entré a trabajar en una óptica y el dueño, un señor encantador, me dijo: “Hija, vos estás para otra cosa”. Decidí que tenía razón, hice mis valijas, cerré mi departamento y volví a Junín, donde terminé siendo cajera de un autoservicio. Me concentraba en dar bien el vuelto, le ponía precio a la mercadería y no podía parar de preguntarme “¿Para esto nací?”. En mis ratos libres escribía cuentos y pensaba que todos debían sentirse destinados a algo más importante pero tenían que conformarse con marcar latas de tomates: yo no tenía por qué ser la excepción.
La Vida Real era una pesadilla. Entonces hice mi gesto heroico de la década: volví por un par de días a Buenos Aires y, sin conocer a nadie del mundo periodístico, dejé unos cuentos cortos en la recepción de Página/12 a nombre de Jorge Lanata. Tenía esperanzas de que los publicaran en el suplemento Verano/12. Dos semanas después, papá me despertaba a gritos porque en el Página de ese día habían publicado uno de mis relatos en la contratapa, donde solían firmar Gelman y Soriano. Llamé y me pasaron con el mismísimo. Fue como hablar con San Martín. A los tres o cuatro meses, y sin saber quién era yo, el hombre me ofreció trabajo en Página/30. Acepté, claro. Me recibió en su oficina y me dijo: “Andá y defendete como puedas. Por lo demás, y en cualquier ámbito, cuando te cierren las puertas no las golpees: tiralas abajo a patadas”. Desde ese día no lo vi más, salvo alguna excepción impersonal que no cuenta. El oficio no fue fácil, al principio. Para ese mundito intelectual yo no dejaba de ser la chiruza tímida que llegaba del interior; el paracaidista gaucho. Alguien sobre quien pesaban todo tipo de sospechas: por qué estaba ahí, a quién conocía, hija de quién era, espía a sueldo de cuál. Pero que yo fuera mujer era un detalle: daba igual. Siempre hay alguien que supone que se ganó el derecho a entrar en tu cama por pagarte el café de máquina del pasillo, pero esos son ripios muy menores. En lo que verdaderamente cuenta, el mundo laboral se dividió para mí en “notas que me interesan” y “notas que no estoy dispuesta a hacer”. Por lo demás, hice lo que me enseñaron en la única clase de periodismo que recibí en mi vida: me defiendo como puedo y pateo hasta que se caen las puertas que no se abren. 
Pero ni entonces ni ahora creí que esta fuera una fórmula sólo apta para mujeres. 
Todos hemos hecho cosas de las que nos arrepentimos. Yo, una vez, escribí un artículo sobre mujeres en el rock. Cuando llamé para proponerle una entrevista, Celeste Carballo, sin conocerme y por teléfono, gritó que periodistas como yo hacían que la música hecha por mujeres continuara siendo música de gueto, que nunca iba a participar en una nota tan miserable y que, además, me instaba a que renunciara ya mismo a la redacción y publicación de semejante engendro. No le hice caso. Encontré muchas bajistas, cantantes y guitarristas que tenían bastante para decir acerca del costado machista del Mundo Rock. La nota se publicó, y yo no tardé mucho tiempo en entender que me había equivocado y que la dama celeste tenía razón. Nunca más hice eso: retratar mujeres en ámbitos varoniles como una novedad de zoo. 
Hay formas muy sutiles de discriminar. Mi nota sobre las mujeres del rock fue una. 
No sé cuántas otras sandeces por el estilo habré cometido, pero ojalá no hayan sido muchas. 
La pelirroja era divertida, artificiosa y se burlaba de su propia compulsión al consumo de ropa y horas de peluquería. Era un mujerón, ladina y astuta, sabía conseguir lo que quería y simulaba lo que no tenía con afeites tramposos. Por ser amigas, no podíamos ser más distintas. Ella era un canto al engaño y yo, de chica, había querido ser un cowboy para no tener más pertenencia que mi caballo; manicura, pedicura y cosmetóloga son tres deidades que ignoro y a las que ella les dedicaba semanal pleitesía. La dejé de ver cuando se puso tetas. Un día me llamó, me dijo tenés que venir a ver cómo me quedaron, fui y me esperaba con dos vasos de vino, media pizza y una teta –vendada– en cada mano. 
–Tocá, tocá. 
Pidió. Yo toqué, por no despreciarla y aunque la cercanía de un cuerpo femenino siempre me pone tensa. Quiero decir que no estoy acostumbrada a tocar mujeres, pero aquella noche sonreí, le toqué un poco las tetas y mientras mordía una porción de muzza dije: 
–Mumm lindas. Te quedaron mumm, mumm lindas.
No la vi más –las tetas, supongo, la alejaron de mí para acercarla más a los hombres y a la peluquería–, pero todavía me provoca cierta ternura ese despliegue consciente de frivolidad. En esa exageración de la coquetería veo algo anacrónico, muy inocente y casi travesti. Algo de lo que soy incapaz pero a lo que, alguna vez, me gustaría jugar. Digamos, por un día. Digamos, mejor, por un par. 

Son las siete de la tarde de un jueves de principios de julio y el taxista tiene el dial clavado en Radio 10. Chiche Gelblung conversa con Gabriela Acher y Gabriela Acher sostiene que el desencuentro de los sexos surge porque en el amor las mujeres necesitan tiempo mientras los hombres andan apurados. Que las mujeres queremos ternura y ellos sólo un poco de apretuje. Que ahora los hombres soportan una mirada crítica y, pobres tipos, se sienten disminuidos. Ellas están arrasadoras y ellos asustados, y por eso hay tantas mujeres solas. 
Que me perdonen bien perdonada, pero suena a consuelo de perdedor. 
El mundo masculino no está formado por un grupo de inhibidos, ni el femenino por un grupo de aguerridas. Esta, y otras definiciones, funcionan bien solamente en el Reino del Lugar Común, ese lugar atravesado por chistes burdos donde los hombres siempre son desconsiderados y las mujeres histéricas. Y yo no. 
Me niego a agregar mi firma al pie de tanta revista femenina que define a las mujeres como esos seres a los que la depilación les duele, la menstruación les molesta y no encuentran placer más grande que reunirse entre ellas para hablar de “cosas de chicas”. No me siento parte de ese continente femenino formado por compradoras compulsivas, fóbicas al ginecólogo, temerosas de los años, necesitadas de palabras de amor después del sexo. No pienso que los hombres son todos iguales, ni que ya no hay hombres, ni quiero ni quise casarme, ni espero que me abran puertas. 
No. 
Me enervan las revistas femeninas que proponen cien maneras distintas de hacerle creer a él que tuviste un orgasmo y ocho fórmulas para que te proponga casamiento sin que se dé cuenta. Yo no sé qué es lo que hace mujer a una mujer, pero sé que esas cosas no te hacen más mujer: sólo te transforman en una persona desagradable.
Durante años mi pasado de chica pueblerina fue una molestia irritante y pensé que una buena forma de aplastar esa educación modosita y prejuiciosa era jugar, sin prudencia, a todos los juegos que la gran ciudad –y el mundo– me pusieran por delante. Así, aterricé borracha en sillones no siempre conocidos, tuve amores locos, malos amigos, amigos sensacionales, amigas descontroladas, hice mucho, dormí poco, y un día paré. 
No me llevó tanto tiempo darme cuenta de que en mi canastita pueblerina quedaban unas cuantas cosas agradables que no valía la pena manchar con resentimiento. Todavía hoy tejo unas carpetas al crochet amorosas, tengo mi propia plantación de romero, salvia y perejil en el balcón, y conservo con orgullo mi lado salvaje que me dice que, si me lo voy a comer, lo puedo matar sin remordimiento. Todo esto a Diego le parece exótico y encantador, y en gran parte fue por eso que dejé de estar enojada con el pueblo. 
Con Diego aprendí otras cosas. Aprendí a ser un buen salvaje, a necesitar poco, a ser austera y, sobre todo, a viajar de un modo en que a mí me gustaría que fuera la vida, siempre. Lenta, salvaje, amenazadora, a veces incómoda, extrema. Un animal de lujo. Hace rato que supongo que las cosas que importan –la bravura, la serenidad, la conciencia de la precariedad del mundo, la hidalguía, la dignidad, la elegancia y el coraje– no son patrimonio exclusivo de mujeres ni de hombres, y en esos viajes puedo ser valiente, noble y serena. Como la vez de la tormenta. Una tormenta en la montaña, lluvia a mares y una niebla empeorada por el humo de la quema. Diego y yo viajábamos en camioneta por la frontera entre dos países. El camino era cornisa, un jabón. En una curva inclinada con precipicio al fondo la camioneta se descontroló. Diego pudo frenar a centímetros del barranco, pero sabíamos que cuando pusiera un pie sobre el embrague la camioneta podía resbalar y mañana seríamos tapa de diario, llanto de familias o, con suerte, carne de hospital. Pero no dijimos nada. –Ponete el cinturón –masticó alguno de los dos. Diego puso primera, soltó el embrague, la camioneta se sacudió como un yacaré con una cola muy grande y empezó a bajar, a resbalar, a bajar, a resbalar. Cuando llegamos al llano, ni él ni yo dijimos nada. Nos pusimos ropa seca, y seguimos viaje sin otro comentario que una puteada diluida porque nos agarraría la noche. Llegamos a una ciudad, conseguimos un hotel y nos dormimos, roñosos y sin cenar. Si él tuvo miedo, yo no lo sé. Si yo tuve miedo, él no lo sabe. Me gusta recordar ese momento: el universo detenido en un instante feroz y Diego y yo bajando la montaña, mudos, envueltos en un silencio respetuoso. Dos caballeros conservando la calma. Fingiendo que no, aunque tuviéramos pánico. Nos queremos, también, por cosas como estas. 
En el libro El camino de las damas (una recopilación de relatos de mujeres viajeras, realizada por Christian Kupchik) hay un capítulo en el que Karen Blixen –o Isak Dinesen–, la aristocrática danesa que vivió en Kenia, asegura que a lo largo de su vida tres frases le sirvieron como guía.
La primera es una sentencia latina.
Un romano necesita navegar hasta Cartago pero la tripulación se niega a embarcar porque el mar se presenta peligroso: “Entonces, cuenta Blixen, el romano les dijo: ‘Es necesario navegar, no es necesario vivir’. Me pareció muy acertada la idea, porque mientras naveguemos, estamos vivos”. 
La siguiente es una frase en francés antiguo, descubierta en el escudo de armas de la familia Finch-Hutton: Je reponderay. Significa que uno puede responder y es responsable por lo que hace.
Pero la tercera, dice la dama, es la mejor. La tercera es su frase favorita. “Hace tiempo, en un puerto lejano y sin motivo aparente, me quedé observando a un barco que se alejaba. En un momento el barco comenzó a hundirse y en el medio de esa situación trágica se me reveló su nombre: Pourquoi pas? Por qué no. Desde entonces, esa expresión se quedó conmigo. Cuando la gente lo único que hace es preguntar ¿Por qué, por qué, por qué?, a mí me parece mucho más atinado preguntar ¿Por qué no?”.
Me gustaría que en mi escudo –o en mi tumba– escribieran alguna de estas frases. 
Sería mejor, claro, si pudieran escribir las tres.


Foto: gm

Comentarios

Careli ha dicho que…
Hace poco (un año tal vez) supe de Leila y desde entonces soy su cautiva lectora. Esta entrada ha sido un gran encuentro, sin duda lo compartiré.
Abrazos

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