“Los bancos se pusieron contra la democracia”
(Tomado de Página 12)
18 de Diciembre de 2011
Desde París
La revuelta no
tiene edad ni condición. A sus afables, lúcidos y combativos 94 años Stéphane
Hessel encarna un momento único de la historia política humana: haber logrado
desencadenar un movimiento mundial de contestación democrática y ciudadana con
un libro de escasas 32 páginas, Indígnense. El libro apareció en Francia en
octubre de 2010 y en marzo de 2011 se convirtió en el zócalo del movimiento
español de los indignados. El casi siglo de vida de Stéphane Hessel se conectó
primero con la juventud española que ocupó la Puerta del Sol y luego con los
demás protagonistas de la indignación que se volvió planetaria: París, Londres,
Roma, México, Bruselas, Nueva York, Washington, Tel Aviv, Nueva Delhi, San
Pablo. En cada rincón del mundo y bajo diferentes denominaciones, el mensaje de
Hessel encontró un eco inimaginable.
Su libro, sin embargo,
no contiene ningún alegato ideológico, menos aún algún llamado a la excitación
revolucionaria. Indígnense es al mismo tiempo una invitación a tomar conciencia
sobre la forma calamitosa en la que estamos gobernados, una restauración noble
y humanista de los valores fundamentales de la democracia, un balde de agua
fría sobre la adormecida conciencia de los europeos convertidos en consumidores
obedientes y una dura defensa del papel del Estado como regulador. No debe
existir en la historia editorial un libro tan corto con un alcance tan extenso.
Quien vea la
movilización mundial de los indignados puede pensar que Hessel escribió una
suerte de panfleto revolucionario, pero nada es más ajeno a esa idea.
Indígnense y los indignados se inscriben en una corriente totalmente contraria
a la que se desató en las revueltas de Mayo del ’68. Aquella generación estaba
contra el Estado. Al revés, el libro de Hessel y sus adeptos reclaman el
retorno del Estado, de su capacidad de regular. Nada refleja mejor ese objetivo
que uno de los slogans más famosos que surgieron en la Puerta del Sol:
“Nosotros no somos antisistema, el sistema es antinosotros”.
En su casa de
París, Hessel habla con una convicción en la que la juventud y la energía
explotan en cada frase. Hessel tiene una historia personal digna de una novela
y es un hombre de dos siglos. Diplomático humanista, miembro de la Resistencia
contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, sobreviviente de
varios campos de concentración, activo protagonista de la redacción de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, descendiente de la lucha contra
esas dos grandes calamidades del siglo XX que fueron el fascismo y el comunismo
soviético. El naciente siglo XXI hizo de él un influyente ensayista.
Cuando su libro
salió en Francia, las lenguas afiladas del sistema liberal le cayeron con un
aluvión de burlas: “el abuelito Hessel”, el “Papá Noel de las buenas
conciencias”, decían en radio y televisión las marionetas para descalificarlo.
Muchos intelectuales franceses dijeron que esa obra era un catálogo de
banalidades, criticaron su aparente simplismo, su chatura filosófica, lo
acusaron de idiota y de antisemita. Hasta el primer ministro francés, François
Fillon, descalificó la obra diciendo que “la indignación en sí no es un modo de
pensamiento”. Pero el libro siguió otro camino. Más de dos millones de
ejemplares vendidos en Francia, medio millón en España, traducciones en decenas
de países y difusión masiva en Internet.
El
ultraliberalismo predador, la corrupción, la impunidad, la servidumbre de la
clase política al sistema financiero, la anexión de la política por la
tecnocracia financiera, las industrias que destruyen el planeta, la ocupación
israelí de Palestina, en suma, los grandes devastadores del planeta y de las
sociedades humanas encontraron en las palabras de Hessel un enemigo inesperado,
un argumentario de enunciados básicos, profundamente humanista y de una
eficacia inmediata. Sin otra armadura que un pasado político de socialdemócrata
reformista y un libro de 32 páginas, Hessel les opuso al pensamiento liberal
consumista y al consenso uno de los antídotos que más teme, es decir, la
acción.
No se trata de una
obra de reflexión política o filosófica sino de una radiografía de la
desarticulación de los Estados, de un llamado a la acción para que el Estado y
la democracia vuelvan a ser lo que fueron. El libro de Hessel se articula en
torno de la acción, que es precisamente a lo que conduce la indignación:
respuesta y acción contra una situación, contra el otro. Lo que Hessel califica
como mon petit livre es una obra curiosa: no hay nada novedoso en ella, pero
todo lo que dice es una suerte de síntesis de lo que la mayor parte del planeta
piensa y siente cada mañana cuando se levanta: exasperación e indignación.
–Usted ha sido de
alguna manera el hombre del año. Su libro tuvo un éxito mundial y terminó
convirtiéndose en el foco del movimiento planetario de los indignados. Hubo, de
hecho, dos revoluciones casi simultáneas en el mundo, una en los países árabes
y la que usted desencadenó a escala planetaria.
–Nunca preví que
el libro tuviera un éxito semejante. Al escribirlo, había pensado en mis
compatriotas para decirles que la manera en la que están gobernados plantea
interrogantes y que era preciso indignarse ante los problemas mal solucionados.
Pero no esperaba que el libro se viera propulsado en más de cuarenta países en
los cuatro puntos cardinales. Pero yo no me atribuyo ninguna responsabilidad en
el movimiento mundial de los indignados. Fue una coincidencia que mi libro haya
aparecido en el mismo momento en que la indignación se expandía por el mundo.
Yo sólo llamé a la gente a reflexionar sobre lo que les parece inaceptable.
Creo que la circulación tan amplia del libro se debe al hecho de que vivimos un
momento muy particular de la historia de nuestras sociedades y, en particular,
de esta sociedad global en la que estamos inmersos desde hace diez años. Hoy
vivimos en sociedades interdependientes, interconectadas. Esto cambia la
perspectiva. Los problemas a los que estamos confrontados son mundiales.
–Las reacciones
que desencadenó su libro prueban que existe siempre una pureza moral intacta en
la humanidad.
–Lo que permanece
intacto son los valores de la democracia. Después de la Segunda Guerra Mundial
resolvimos problemas fundamentales de los valores humanos. Ya sabemos cuáles
son esos valores fundamentales que debemos tratar de preservar. Pero cuando
esto deja de tener vigencia, cuando hay rupturas en la forma de resolver los
problemas, como ocurrió luego de los atentados del 11 de septiembre, de la
guerra en Afganistán y en Irak, y la crisis económica y financiera de los
últimos cuatro años, tomamos conciencia de que las cosas no pueden continuar
así. Debemos indignarnos y comprometernos para que la sociedad mundial adopte
un nuevo curso.
–¿Quién es
responsable de todo este desastre? ¿El liberalismo ultrajante, la tecnocracia,
la ceguera de las elites?
–Los gobiernos, en
particular los gobiernos democráticos, sufren una presión por parte de las
fuerzas del mercado a la cual no supieron resistir. Esas fuerzas económicas y
financieras son muy egoístas, sólo buscan el beneficio en todas las formas
posibles sin tener en cuenta el impacto que esa búsqueda desenfrenada del
provecho tiene en las sociedades. No les importa ni la deuda de los gobiernos,
ni las ganancias escuetas de la gente. Yo le atribuyo la responsabilidad de
todo esto a las fuerzas financieras. Su egoísmo y su especulación exacerbada
son también responsables del deterioro de nuestro planeta. Las fuerzas que
están detrás del petróleo, las fuerzas de las energías no renovables nos
conducen hacia una dirección muy peligrosa. El socialismo democrático tuvo su
momento de gloria después de la Segunda Guerra Mundial. Durante muchos años
tuvimos lo que se llama Estados de providencia. Esto derivó en una buena
fórmula para regular las relaciones entre los ciudadanos y el Estado. Pero
luego nos apartamos de ese camino bajo la influencia de la ideología
neoliberal. Milton Friedman y la Escuela de Chicago dijeron: “déjenle las manos
libres a la economía, no dejen que el Estado intervenga”. Fue un camino
equivocado y hoy nos damos cuenta de que nos encerramos en un camino sin
salida. Lo que ocurrió en Grecia, Italia, Portugal y España nos prueba que no
es dándole cada vez más fuerza al mercado que se llega a una solución. No. Esa
tarea les corresponde a los gobiernos, son ellos quienes deben imponerles
reglas a los bancos y a las fuerzas financieras para limitar la
sobreexplotación de las riquezas que detentan y la acumulación de beneficios
inmensos mientras los Estados se endeudan. Debemos reconocer que los bancos se
pusieron en contra de la democracia. Eso no es aceptable.
–Resulta chocante
comprobar la indiferencia de la clase política ante la revuelta de los
indignados. Los dirigentes de París, Londres, Estados Unidos, en suma, allí
donde estalló este movimiento, hicieron caso omiso ante los reclamos de los
indignados.
–Sí, es cierto.
Por ahora se subestimó la fuerza de esta revuelta y de esta indignación. Los
dirigentes se habrán dicho: esto ya lo vimos otras veces, en Mayo del ‘68,
etc., etc. Creo que los gobiernos se equivocan. Pero el hecho de que los
ciudadanos protesten por la forma en que están gobernados es algo muy nuevo y
esa novedad no se detendrá. Predigo que los gobiernos se verán cada vez más
presionados por las protestas contra la manera en que los Estados son
gobernados. Los gobiernos se empeñan en mantener intacto el sistema. Sin
embargo, el cuestionamiento colectivo del funcionamiento del sistema nunca fue
tan fuerte como ahora. En Europa atravesamos por un momento muy denso de
cuestionamiento, tal como ocurrió antes en América latina. Yo estoy muy orgulloso
por la forma en que la Argentina supo superar la gravedad de la crisis. Ello
prueba que es posible actuar y que los ciudadanos son capaces de cambiar el
curso de las cosas.
–De alguna manera,
usted encendió la llama de una suerte de revolución democrática. Sin embargo,
no llama a una revolución. ¿Cuál es entonces el camino para romper el cerco en
el que vivimos? ¿Cuál es la base del renacimiento de un mundo más justo?
–Debemos
transmitirles dos cosas a las nuevas generaciones: la confianza en la
posibilidad de mejorar las cosas. Las nuevas generaciones no deben
desalentarse. En segundo lugar, debemos hacerles tomar conciencia de todo lo
que se está haciendo actualmente y que va en el buen sentido. Pienso en Brasil,
por ejemplo, donde hubo muchos progresos, pienso en la presidenta Cristina
Fernández de Kirchner, que también hizo que las cosas progresaran mucho, pienso
también en todo lo que se realiza en el campo de la economía social y solidaria
en tantos y tantos países. En todo esto hay nuevas perspectivas para encarar la
educación, los problemas de la desigualdad, los problemas ligados al agua. Hay
gente que trabaja mucho y no debemos subestimar sus esfuerzos, incluso si lo
que se consigue es poco a causa de la presión del mundo financiero. Son etapas
necesarias. Creo que, cada vez más, los ciudadanos y las ciudadanas del mundo
están entendiendo que su papel puede ser más decisivo a la hora de hacerles
entender a los gobiernos que son responsables de la vigencia de los grandes
valores que esos mismos gobiernos están dejando de lado. Hay un riesgo
implícito: que los gobiernos autoritarios traten de emplear la violencia para
acallar las revueltas. Pero creo que eso ya no es más posible. La forma en que
los tunecinos y los egipcios se sacaron de encima a sus gobiernos autoritarios
muestra dos cosas: una, que es posible; dos, que con esos gobiernos no se
progresa. El progreso sólo es posible si se profundiza la democracia. En los
últimos veinte años América latina progresó muchísimo gracias a la
profundización de la democracia. A escala mundial, pese a las cosas que se
lograron, pese a los avances que se obtuvieron con la economía social y
solidaria, todo esto es demasiado lento. La indignación se justifica en eso:
los esfuerzos realizados son insuficientes, los gobiernos fueron débiles y
hasta los partidos políticos de la izquierda sucumbieron ante la ideología
neoliberal. Por eso debemos indignarnos. Si los medios de comunicación, si los
ciudadanos y las organizaciones de defensa de los derechos humanos son lo suficientemente
potentes como para ejercer una presión sobre los gobiernos las cosas pueden
empezar a cambiar mañana.
–¿Se puede acaso
cambiar el mundo sin revoluciones violentas?
–Si miramos hacia
el pasado vemos que los caminos no violentos fueron más eficaces que los
violentos. El espíritu revolucionario que animó el comienzo del siglo XX, la
revolución soviética, por ejemplo, condujeron al fracaso. Hombres como el checo
Vaclav Havel, Nelson Mandela o Mijail Gorbachov demostraron que, sin violencia,
se pueden obtener modificaciones profundas. La revolución ciudadana a la que
asistimos hoy puede servir a esa causa. Reconozco que el poder mata, pero ese
mismo poder se va cuando la fuerza no violenta gana. Las revoluciones árabes
nos demostraron la validez de esto: no fue la violencia la que hizo caer a los
regímenes de Túnez y Egipto, no, para nada. Fue la determinación no violenta de
la gente.
–¿En qué momento
cree usted que el mundo se desvió de su ruta y perdió su base democrática?
–El momento más
grave se sitúa en los atentados del 11 de septiembre de 2001. La caída de las
torres de Manhattan desencadenó una reacción del presidente norteamericano
Georges W. Bush extremadamente perjudicial: la guerra en Afganistán, por
ejemplo, fue un episodio en el que se cometieron horrores espantosos. Las
consecuencias para la economía mundial fueron igualmente muy duras. Se gastaron
sumas considerables en armas y en la guerra en vez de ponerlas a la disposición
del progreso económico y social.
–Usted señala con
mucha profundidad uno de los problemas que permanecen abiertos como una herida
en la conciencia del mundo: el conflicto israelí-palestino.
–Este conflicto
dura desde hace sesenta años y todavía no se encontró la manera de reconciliar
a estos dos pueblos. Cuando se va a Palestina uno sale traumatizado por la
forma en que los israelíes maltratan a sus vecinos palestinos. Palestina tiene
derecho a un Estado. Pero también hay que reconocer que, año tras año, vemos
cómo aumenta el grupo de países que están en contra del gobierno israelí por su
incapacidad de encontrar una solución. Eso lo pudimos constatar con la cantidad
de países que apoyaron al presidente palestino Mahmud Abbas, cuando pidió ante
las Naciones Unidas que Palestina sea reconocido como un Estado de pleno derecho
en el seno de la ONU.
–Su libro, sus
entrevistas, este mismo diálogo demuestran que, pese al desastre, usted no
perdió la esperanza en la aventura humana.
–No, al contrario.
Creo que ante las crisis gravísimas por la que se atraviesa, de pronto el ser
humano se despierta. Eso ocurrió muchas veces a lo largo de los siglos y deseo
que vuelva a ocurrir ahora.
–“Indignación” es
hoy una palabra clave. Cuando usted escribió el libro, fue esa palabra la que
lo guió.
–La palabra
indignación surgió como una definición de lo que se puede esperar de la gente
cuando abre los ojos y ve lo inaceptable. Se puede adormecer a un ser humano,
pero no matarlo. En nosotros hay una capacidad de generosidad, de acción
positiva y constructiva que puede despertarse cuando asistimos a la violación
de los valores. La palabra “dignidad” figura dentro de la palabra “indignidad”.
La dignidad humana se despierta cuando se la acorrala. El liberalismo trató de
anestesiar esas dos capacidades humanas, la dignidad y la indignación, pero no
lo consiguió.
Comentarios