El México de Ginsberg
Víctor M. Carrillo Montiel
2011-06-18 • (Tomado de Milenio Diario)
Indignado por no haber encontrado alguna de las salvajes orgías sexuales de las que había escuchado sucedían en Cuba, llegó a Mérida como un San Juan Bautista provocador, con actitud mesiánica y ojos de desliz.
Era el ferviente lector del Viejo Testamento y consumidor acérrimo de mariguana; consuetudinario del bar Polk Gulch, hervidero de alcohólicos, bohemios y homosexuales como él, en San Francisco, y apasionado por la poesía salmista; amante de la vida de San Juan de la Cruz y de las alucinaciones de la benzedrina y el peyote.
Caminó a la calle 63 número 500, entró a la papelería La Literaria y compró una libreta “Ideal” de 192 hojas. En la portada ilustrada con un sol sobre un laurel, escribió en el renglón inferior: “Diario. México. 1945”. En el previo, garabateó su nombre: “Allen Ginsberg”.
UN LAVAPLATOS AUTOR DE HOWL
En otro de sus diarios, uno de sus más de 500, se definió: “Preparatoria en Patterson hasta los 17 años. Universidad de Columbia. Marino mercante. Ayudante en la redacción de periódico. Times Square. Amigos en la cárcel. Lavaplatos. Reseñador de libros. Ciudad de México. Satori en Harlem. Yucatán y Chiapas en 1945”.
Pero Allen fue más. Fue autor de Howl, un poema con el que ensayando nuevo lenguaje y ritmo inspirados en el solo del sax de Illinois Jacquet en “I can’t get started”, una de sus piezas preferidas, enseñó a aullar a toda una nación.
Fue vocero de la generación de la segunda mitad del siglo pasado; su influencia fue más cultural que política, aunque representó casi todos los movimientos de igualdad de los 50 y 60 de derechos civiles, de liberación sexual femenina, de la comunidad gay, e incluso de los pederastas, que pretendían que la adultez iniciara antes de los 18 años para relacionarse con menores cada vez de menos edad.
Atascado en su lucha por las libertades, en 1956, cuando Howl tuvo problemas legales por “obsceno”, escribió: “estoy listo para derrumbar al gobierno de Estados Unidos. Hace una conspiración estúpida de inercia negativa para mantener a la gente sin poder expresarse”.
Pero paradójicamente en el cincuentenario de la aparición del poema, en el 2006 la WBAI, estación de radio disidente, autocensuró la lectura de Howl por temor a que la Comisión Federal de Comunicaciones lo considerara obsceno y la multara como a la CBS, con 550 mil dólares porque en el Super Bowl del 2004 Janet Jackson mostró uno de sus senos.
Ginsberg fue el primer agente literario de las obras clave de Kerouac y Burroughs, con quienes creó la generación beat, y fue el poeta que en una lectura pública de su obra terminó desnudo.
Jewbun, como lo apodaban en la primaria, se presentó ante Dalí como “un poeta loco”, el pintor le preguntó si conocía a García Lorca, y él, como mejor respuesta le recitó parte de una oda de este último: “Ni por un momento, Walt Whitman, viejo adorable, he dejado de ver tu barba llena de mariposas”.
Allen, que compartió un cigarro de mariguana con Paul Bowles, en la época del macartismo consideró que Estados Unidos dañaba al mundo y reclamó: “deberíamos alimentar a Asia, en vez de hacerle la guerra”.
Sin pretensiones económicas, para vestir compraba ropa usada en el Salvation Army y diario comía costillas de res y bebía vino Tokay, lo más barato en los 50.
Intentó que su país fuera dirigido por disidentes como Thomas Paine, pero no por un gobierno comunista. Incluso simpatizó con los anticomunistas de la Cortina de Hierro porque pensaba que “sus gobernantes son, como los de Occidente, un grupo demoniaco”, y desencantado con el socialismo, en Capitol Air se lamenta: “No me gustan los marxistas porque se quejan de mis libros … No me gusta Castro porque insulta a personas de mi sexo”.
En la Marina era “El cerebrito” porque lo vieron leyendo a Hart Crane, por lo que para evitar apodos, cuando leía y alguien se aproximaba, cubría las portadas de sus libros con revistas de Batman.
Pero no pudo evitar los de sus amigos, que percatándose de que soñaba con que Neal Cassady lo amara, empezaron a llamarle “Allen en el País de las Maravillas”.
Fue también el poeta que perdía el control. En 1957, en Tangier, enfadado con Burroughs porque molestaba a su novio Orlovsky, le rasgó la camisa con un cuchillo, William respondió ondeando un machete sobre su cabeza y la de Peter. Un año después, cuando Burroughs lo alcanzó en París, Allen le confesó que temía que lo matara, pero Burroughs le respondió “no vengo a reclamar”, y como símbolo de amistad estrecharon sus manos como caballeros. E hicieron el amor.
UN GENIO PERVERTIDO
Según Bukowski, Allen era “un maricón que dice que es poeta”; para la madre de Kerouac, “un pájaro de cuenta” y una “maldita influencia” para su hijo, quien en sus peores etapas de alcoholismo le colgaba el teléfono después de gritarle “maldito judío”; para John Lennon —a quien en 1965 invitó a su cumpleaños y cuando éste llegó con George Harrison los recibió ebrio y desnudo con los calzones puestos sobre la cabeza— en la letra de “I am the walrus” es “un pingüino inferior que canta Hare Krishna”; Holmes lo describe en “Go” como “triste, esquizofrénico, anclado a unas visiones enloquecedoras de Blake”, y obsesionado con su muerte, que le inspiró poemas como “I made love to myself” después de intentar suicidio con un cuchillo mexicano que Lucien Carr le dio como recuerdo de un viaje al DF.
A Holmes lo descalificó: “es un cabeza hueca que dice estupideces”. Pero en su diario escribió: “la mía fue una vida sin niñez, una adolescencia sin amor, viví la soledad de un genio pervertido”. Y remató: “Debí haberme matado”.
Fue también un mal resultado del accidente que sus padres hicieron de la vida de Ginsbug, como le decían en la primaria.
Naomi, su madre, calificaba de “lacayo de la burguesía” al padre de Allen, Louis, quien latigueaba rápido la respuesta: “roja apestosa”.
En ese ámbito nació Ginsberg a las 2:00 de la madrugada del 3 de junio de 1926, en Patterson, Nueva Jersey, entre colapsos nerviosos de Nay, como llamaba a su madre, una ex integrante del Partido Comunista ruso, y eternas carencias económicas de Louis, su padre, socialista moderado, poeta y profesor de literatura.
La relación con su padre mejoró con su correspondencia de toda la vida, y se reforzó en momentos clave, como cuando le reveló que era homosexual y vivía enamorado de Cassady. Louis le respondió con la más breve de todas sus cartas, el 11 de julio de 1948: “Querido Allen. Exorcízate de Neal”.
Pero Naomi le causó un impacto psicológico mayor que las decenas de drogas que consumió, que le perduró toda la vida. A partir de que en 1932 fue diagnosticada con esquizofrenia paranoica, Nay se convirtió en la droga más adictiva y letal que le carcomió la vida.
Naomi se alejó de la realidad, se convirtió en pionera del nudismo, pensaba que todos eran sus enemigos que le habían insertado cables en la cabeza para vigilarla, y se enfrentó a la muerte cortándose las venas. Mientras ella se desangraba y la familia erraba sin saber qué hacer, Allen, asustado, en un rincón, presenciaba todo en silencio.
Nay vivía en el limbo pero mantenía correspondencia con Allen, quien le envió copia de Howl y deSunflower sutra, y como mejor muestra de que vivía en otra dimensión, le respondió: “espero que no estés consumiendo drogas, como lo das a entender en tus poemas”.
En otro mensaje le reveló que “informantes de Dios vinieron a mi cama. Vi a Dios en el cielo. El brillo del sol me mostró una llave al lado de la ventana para que yo salga”, que marcó tanto a Allen que retomó la frase para escribir Kaddish que, dedicado a ella, es considerado su mejor poema por sus altos niveles de estilo profético.
El 9 de junio de 1956 muere Nay de un derrame cerebral, y al enterarse, Allen balbuceó: “mi niñez se acaba de ir con mi madre”.
LLEGA A MÉXICO CON SUS ARREOS EMOCIONALES
Cargando ese garabato emocional que se enredaría con los intentos de suicidio de Nay; con sus continuas entradas al psiquiátrico en el que después él sería internado; con la idea de que su madre le provocó su homosexualidad por la aversión que le causaban las mujeres después de verla deambular desnuda por la calle mientras él iba detrás de ella cuidándola (“mi madre se me revelaba en todas las mujeres”); con su amor por el suicidio que no resolvieron ni los psicoanálisis que Burroughs que, sin ser psicoanalista, le practicaba en el bar Riordan, llegó a México buscando una otredad liberadora.
La libreta de La Literaria se convirtió en su único diario escrito en el México de 1945. Era el México que Kerouac calificó como “la tierra caliente de las ratas del desierto y el tequila”.
Con la certeza de que “la mente divaga en su soledad con la idea pura de encontrar un espíritu inasible en espera de la eternidad”, Ginsberg entró a México lejos de la postura implacable de Graham Greene, quien en Caminos sin ley, lejos de ofrecer una crónica de viaje, registró un odio despiadado: “Este es el infierno”, dijo.
Si para Greene México fue un infierno, para Ginsberg fue “la oportunidad de vivir en el nacimiento de una civilización ida que me acerca a la eternidad”.
El escritor inglés rumió porque el paisaje no era como dijeron los románticos, que olfatearon a Dios en las regiones más áridas. A bordo del tren que lo trasladó al DF desnudó la miseria de los mendigos que se acercaban “por ambos lados de la vía, como sucios animales de un zoológico abandonado”, pero para Ginsberg fue una continua búsqueda de eternidad, santidad y sexo: “qué soledad la mía, en el camión pensé que nada podía ser más dulce que abrazar a un indio joven y triste, acercar mi mejilla a sus labios y cerrar mis ojos. Y hacerlo ahí”.
“EL SEÑOR JALISCO”
Lowry también estuvo en México, pero su estancia no fue esa penitencia de Greene, aunque tampoco fue tan liberadora como la de Ginsberg, que escuchaba a “M.A. Mejica” y cantaba su “Cu-ku-ru-ku-rú, Paloma”, o gritaba el mexicano “ayayayaayay”, por el que se ganó otro apodo: “El señor Jalisco”.
Si las reflexiones de Greene cuando volaba rumbo a Palenque eran que: “abajo está Tabasco, el estado sin Dios, el paisaje del terror”, las de Ginsberg difieren: “en esta ciudad muerta el aplauso en los templos provoca un eco que resuena como si fueran media docena de templos erigidos para el jazz y la poesía y la religión: es la voz de la piedra, es el eco de la eternidad”.
El concepto del México de hechizo bárbaro, premoderno, indígena, beatífico que tiene Ginsberg —desencantado de la frivolidad del estadunidense, sediento de las promesas de Eisenhower confirmadas en El gran Gatsby—, coincide más con el de Cioran: “entre los civilizados soy un intruso, un troglodita enamorado de la caducidad”.
Y lejos de querer ser coleccionista de bártulos y estatus social, se adaptó a los textos de Rimbaud, que pensó que la civilización occidental no ofrecía esperanza para la salvación personal, por eso cuando concluyó que el arte era sólo un escape, abandonó la poesía y huyó a África. Allen huyó a México. Pero no renunció al arte; lo convirtió en recurso para las almas en busca de santidad.
Se apegó al concepto de Artaud, quien creyó que “hay una fuerza que duerme en la tierra mexicana, creo en la realidad mágica de esa fuerza como en el poder curativo de algunas aguas”, y Ginsberg en busca de cura, decidió ahogarse en esas aguas.
Motivado por Burroughs, con quien discutía temas que creía más interesantes que los de la Universidad, y que iban de la telepatía a la magia de la cultura egipcia y a la grandeza de los códices mayas, se internó al México indígena.
Aunque lo hizo después de rechazar la invitación de Kerouac, en 1952, aterrado por “entrar nuevamente a la oscuridad, o a la muerte”. Era cuando sólo tres cosas lo mantenían fuera del manicomio: la rutina, la esperanza de encontrar cura psiquiátrica y la experimentación con las drogas.
En esta ocasión sería diferente. México ya no era un estado de ánimo sino una búsqueda de sanación. A diferencia de Burroughs, quien entró a México huyendo de la justicia para maravillarse porque “hay fabulosos burdeles”, y de Kerouac a quien, de acuerdo con García-Robles, México se le cruzó en el camino, Ginsberg dejó “la fiesta en Nueva York por esta paz —para sentarme en un banco lleno de sonidos de esta lengua cruda, mexicana, y cuando el cielo siga con luna llena, nublado y pequeño— viendo hacia las sombras del muro de árboles, habré dejado mis pesares”.
Fue cuando maduró su imagen de provocador, visionario, poeta que se convirtió en mito y metáfora de un Estados Unidos inconforme, con textos íntimos, proféticos, religiosos, apologías al peyote y la mariguana, se aventuró en la poesía salmista para drogarse, jazzear y convertirse en el más cercano heredero de los versos de Whitman.
Con esa imagen, mezcla de algún protagonista de Dostoievski; de Bartleby (el amanuense lastimosamente respetable y tristemente incurable de Melville), y el hijo de Pedro Páramo que polvoriento y asoleado se adentra a Comala, se aparece Ginsberg en Mérida.
SIESTA EN XBALBA
Fue el segundo de seis viajes al México de “los entablamentos idos, lenguaje ido, poesía ida, espíritu ido”, en el que hizo su mejor poema hasta entonces: Siesta en Xbalba, crónica de viaje con tono profético, recurriendo al Xbalba que en la tradición maya es una especie de purgatorio.
Acomodado en la finca de Karena Shields, una actriz retirada que participó en la radionovelaTarzán, en los años 30, donde en soledad frente a las ruinas ingería codeína, inició la primera parte de Siesta…. La segunda la concluyó en San Francisco, después de que Carolyn Cassady lo descubrió teniendo relaciones sexuales en su casa con su esposo Neal.
También le dio material para trabajos posteriores, completando 30 poemas, 13 relacionados o escritos en México y 17 haciendo alusión al país que también le indignaba, pero no en el sentido que a Greene, sino por la insensibilidad política que percibió cuando fue invitado al informe de gobierno del alcalde de Mérida: “cómo puede la clase política beber champagne tan caro, mientras que el pueblo se está muriendo de hambre”.
Escritor itinerante, en seis meses, queriendo ser inspirado como Lord Byron, iluminado por las ruinas de Roma y Atenas, Ginsberg viajó de Mérida a Chiapas, Oaxaca, Pátzcuaro, Coatzacoalcos, Veracruz, DF, San Miguel de Allende, la Sierra Madre, Durango, Mazatlán, Guaymas y Mexicali, donde pasó su última noche en uno de los barrios más pobres.
Una peregrinación con la que emuló, sin saberlo, el acto de caminar sin fin, una idea presente en la mayoría de las religiones con la que, se cree, se acerca a Dios.
En Mexicali se desencantó de México: “la ciudad es ruidosa, sucia, las calles están llenas de niños latosos y de ‘espaldas mojadas’ borrachos, de restaurantes, hoteles de chinos, músicos, tiendas que pretenden ser como las estadunidenses, puestos donde venden frijoles, tortillerías, salones de música fatalmente decorados con imágenes de burros monolíticos”.
Pero, profeta, se disocia, y si al inicio del viaje quiso fugarse del bullicio neoyorquino para sanar sus “pesares”, al final reconoció que México le cumplió: “¿Cuál es el sentido que mi vida espera que yo le asigne? El amor sigue siendo la santidad, ya que ahora yo soy el Dios”.
México se mezcló en su sangre como el peyote, lo concibió como purgatorio que santifica sin dolor, fue su Xbalba personal, y sólo en ese punto coincidió con Greene, quien reconoció que derramó tanta agresividad contra México porque fue donde encontró la verdadera fe. Allen también la encontró, aunque en su creencia incluyó la búsqueda de un Dios que curara la eterna vulnerabilidad mexicana. En 1959, en Muerte a la oreja de Van Gogh, escribió una sentencia profética vigente: “los indios de Chiapas continúan royendo sus tortillas sin nutrientes”.
Sin encontrar alivio a las fragilidades del México que lo encantó, a las 2:30 de la madrugada del 5 de abril de 1997 Ginsberg murió. Un cáncer de hígado logró lo que no pudieron ni el LSD, el laudanum que consumían Poe y Byron, ni la morfina, la benzedrina, el peyote que le hacía bailar el mambo de Tito Puente, ni los tacos de frijoles que comía como único alimento en Yucatán, ni la niña a la que en 1937 se acercó y tratando de ser gracioso e imitar el cuento de Caperucita Roja, le dijo: “¡Qué pechos tan grandes tienes!”, y ella lo abofeteó y correteó hasta su casa, un hecho que años después calificó como uno de sus grandes traumas contra las mujeres; ni la disentería que tuvo en Mérida, ni el cuchillo mexicano con el que se iba a suicidar: premiarlo con la muerte que tanto lo obsesionaba.
El 14 de mayo de 1997 hubo un acto de recordación en el Restaurante Tom, a media calle de la St. John’s Cathedral, en Nueva York. En la acera alguien colocó una ofrenda: una foto de Allen vistiendo el sombrero del Tío Sam rodeada por cuatro veladoras, una botella de agua, otra de vino, un racimo de uvas, un boleto de camión, dos bolígrafos, un estuche para anteojos, una flor, una gorra de beisbolista, tres monedas, una cajita de cerillos y una estampa de la mexicana Virgen de Guadalupe.
Antes de morir, pidió: “cuando muera no quiero que me hagan museos; cuando uno se muere, se muere”, y recurriendo al pragmatismo al que él había renunciado, alguien atinó a poner la ofrenda para despedir a quien pensó que México lo había convertido en Dios.
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