La hora del espectador (Adolfo Sánchez Rebolledo)
7 de Abril de 2011
Hay quienes aseguran que las nuevas tecnologías vinculadas a la comunicación global son la pieza maestra de la sociedad que está naciendo, pues mediante su uso los individuos dejan de ser pasivos receptores o simples consumidores para transformarse en los verdaderos sujetos de la sociedad. Y es verdad, pues al entrar en relación directa, horizontal con los demás, el individuo adquiere una nueva capacidad para actuar sobre el curso general de la vida social, dándole sentido, actualidad, a los paradigmas universales de la democracia directa. Ya existe la posibilidad de que los ciudadanos no agrupados previamente actúen para modificar la realidad a través de, ¡oh paradoja!, un medio virtual. El ejemplo de cajón lo hallamos en la revuelta árabe en Túnez y Egipto.
Y, sin embargo, aún estamos lejos de la utopía democrática que acompaña la globalización de los medios, incluidas las tecnologías en cambio continuo. La hora del espectador está aún muy lejos. La captura en vivo y en directo de los pormenores de la vida en el planeta, con su dosis de falsa neutralidad, es, sin duda, un apunte del futuro, pero es también la prueba, o una de las pruebas, de la escisión entre la tecnología y los usos que hacemos de ella. Más aún: la instantaneidad de la información de algún modo refuerza nuestra debilidad como sociedad al mostrar la fatuidad de algunas certezas, la irracionalidad de las decisiones asumidas y, sobre todo, de aquellas que el cálculo frío del interés egoísta impiden tomar. (Digamos: el cambio climático; la pobreza mundial.) La realidad de la sociedad se presenta como un paisaje desnudo y casi siempre desolador en el que se equiparan los desastres naturales y las tragedias humanas, como si estuviéramos en un tobogán suicida del que nadie puede escapar.
Podemos observar la guerra en la intimidad del hogar sin riesgo alguno, pero resultan inexplicables sus verdaderas causas. La imagen no dice más que mil palabras, pues detrás de ellas persiste el discurso interesado, la edición calificadora, la frase que divide al bien del mal, el maniqueísmo propio de los mass media convertidos en jugosos negocios de la manipulación global. En fin, las ideologías cuya muerte ya había sido decretada al caer el mundo bipolar.
Las audiencias, esas multitudes anónimas destinatarias de la “información”, por poner el caso, asumen la sentencia de un oscuro régimen lejano sin saber siquiera donde está ubicado: basta que la televisión muestre y repita ciertos episodios, algunas frases arquetípicas, para transformarlo en un icono de la maldad y el terror, despertando esa oleada de humanitarismo militar que hoy quiere tranquilizar las conciencias del espectador. Cero análisis, nula autocrítica. Los medios occidentales son incapaces de informar sobre las revueltas árabes, por ejemplo, porque no pueden sacudirse los prejuicios, los tópicos discriminatorios con que se ha juzgado la historia y el presente del mundo musulmán. Sus grandes corresponsales se quedan en las fronteras micrófono en mano o parlotean en directo las frases hechas emitidas en las metrópolis con un dejo colonial, pero ignoran cuanto ocurre en el escenario fuera de las zonas de seguridad que les son asignadas. (Veo con piedad a los periodistas nacionales hacer su trabajo en los “frentes de guerra” sin saber el idioma local, desprovistos de antecedentes y formación apropiada.) Por donde se vea, salvo excepciones notables como la de Robert Fisk y algunos verdaderos especialistas, la mirada crítica del viejo enviado especial ha sido sustituida por la trivialidad instantánea del reportero que se limita a difundir el ruido ambiente, a darle forma al mensaje global que difunden los centros de poder.
Y aquí, mientras se deshoja la margarita de los monopolios, el espectador debe aguardar su turno. El ciudadano sigue excluido de los grandes medios electrónicos No tiene voz ni voto. El derecho de réplica es un mito inservible. Se ve y se escucha lo que desean los dueños de las empresas. Los periodistas que hacen el trabajo día a día no son los titulares de la “libertad de expresión”, aunque suelan ser las víctimas de los crímenes más atroces. Crear un contexto de exigencia a los medios, como se dice ahora, reclama la actuación de la ciudadanía. Se trata de ejercer un derecho, no de pedir limosnas informativas a las empresas. Se trata de democratizar el poder, no de concentrarlo.
PD. Los ciudadanos de Morelos unidos a los de numerosas ciudades del país, incluida la capital dela República , han dado un paso enorme para rechazar la violencia que asuela a la sociedad mexicana. Es una voz que no puede por sí misma detener la mano criminal, pero al recuperar la dignidad adolorida de las víctimas –de todas ellas y de todo el país– marca un límite moral y político infranqueable de cuya fortaleza dependerá cada vez más la vida de nuestros hijos.
Hace ya muchísimos años leí un libro cuyo título me cautivó: La hora del lector, de José María Castellet. Se refería, creo recordar, a los cambios ya ocurridos en la narrativa y a la necesidad de darle al destinatario del libro un papel más activo en la conversión de la obra en “un objeto estético pleno”. Desconozco cómo y cuánto fue valorada dicha teoría literaria, pero la idea de que el lector no es un recipiente pasivo de la obra en la medida que ayuda a construirla siempre me pareció valiosa como un principio aplicable a la comunicación en general, sobre todo cuando las innovaciones tecnológicas, al desvanecer las antiguas fronteras del tiempo y el espacio, nos instalan en esa suerte de ubicua tierra de nadie que es la simultaneidad, esto es, el tiempo real que convierte el presente en historia fulminante.
Hay quienes aseguran que las nuevas tecnologías vinculadas a la comunicación global son la pieza maestra de la sociedad que está naciendo, pues mediante su uso los individuos dejan de ser pasivos receptores o simples consumidores para transformarse en los verdaderos sujetos de la sociedad. Y es verdad, pues al entrar en relación directa, horizontal con los demás, el individuo adquiere una nueva capacidad para actuar sobre el curso general de la vida social, dándole sentido, actualidad, a los paradigmas universales de la democracia directa. Ya existe la posibilidad de que los ciudadanos no agrupados previamente actúen para modificar la realidad a través de, ¡oh paradoja!, un medio virtual. El ejemplo de cajón lo hallamos en la revuelta árabe en Túnez y Egipto.
Y, sin embargo, aún estamos lejos de la utopía democrática que acompaña la globalización de los medios, incluidas las tecnologías en cambio continuo. La hora del espectador está aún muy lejos. La captura en vivo y en directo de los pormenores de la vida en el planeta, con su dosis de falsa neutralidad, es, sin duda, un apunte del futuro, pero es también la prueba, o una de las pruebas, de la escisión entre la tecnología y los usos que hacemos de ella. Más aún: la instantaneidad de la información de algún modo refuerza nuestra debilidad como sociedad al mostrar la fatuidad de algunas certezas, la irracionalidad de las decisiones asumidas y, sobre todo, de aquellas que el cálculo frío del interés egoísta impiden tomar. (Digamos: el cambio climático; la pobreza mundial.) La realidad de la sociedad se presenta como un paisaje desnudo y casi siempre desolador en el que se equiparan los desastres naturales y las tragedias humanas, como si estuviéramos en un tobogán suicida del que nadie puede escapar.
Podemos observar la guerra en la intimidad del hogar sin riesgo alguno, pero resultan inexplicables sus verdaderas causas. La imagen no dice más que mil palabras, pues detrás de ellas persiste el discurso interesado, la edición calificadora, la frase que divide al bien del mal, el maniqueísmo propio de los mass media convertidos en jugosos negocios de la manipulación global. En fin, las ideologías cuya muerte ya había sido decretada al caer el mundo bipolar.
Las audiencias, esas multitudes anónimas destinatarias de la “información”, por poner el caso, asumen la sentencia de un oscuro régimen lejano sin saber siquiera donde está ubicado: basta que la televisión muestre y repita ciertos episodios, algunas frases arquetípicas, para transformarlo en un icono de la maldad y el terror, despertando esa oleada de humanitarismo militar que hoy quiere tranquilizar las conciencias del espectador. Cero análisis, nula autocrítica. Los medios occidentales son incapaces de informar sobre las revueltas árabes, por ejemplo, porque no pueden sacudirse los prejuicios, los tópicos discriminatorios con que se ha juzgado la historia y el presente del mundo musulmán. Sus grandes corresponsales se quedan en las fronteras micrófono en mano o parlotean en directo las frases hechas emitidas en las metrópolis con un dejo colonial, pero ignoran cuanto ocurre en el escenario fuera de las zonas de seguridad que les son asignadas. (Veo con piedad a los periodistas nacionales hacer su trabajo en los “frentes de guerra” sin saber el idioma local, desprovistos de antecedentes y formación apropiada.) Por donde se vea, salvo excepciones notables como la de Robert Fisk y algunos verdaderos especialistas, la mirada crítica del viejo enviado especial ha sido sustituida por la trivialidad instantánea del reportero que se limita a difundir el ruido ambiente, a darle forma al mensaje global que difunden los centros de poder.
Y aquí, mientras se deshoja la margarita de los monopolios, el espectador debe aguardar su turno. El ciudadano sigue excluido de los grandes medios electrónicos No tiene voz ni voto. El derecho de réplica es un mito inservible. Se ve y se escucha lo que desean los dueños de las empresas. Los periodistas que hacen el trabajo día a día no son los titulares de la “libertad de expresión”, aunque suelan ser las víctimas de los crímenes más atroces. Crear un contexto de exigencia a los medios, como se dice ahora, reclama la actuación de la ciudadanía. Se trata de ejercer un derecho, no de pedir limosnas informativas a las empresas. Se trata de democratizar el poder, no de concentrarlo.
PD. Los ciudadanos de Morelos unidos a los de numerosas ciudades del país, incluida la capital de
Comentarios