¿Qué ha sido del periodismo?
Tomás Eloy Martínez
Hace tres décadas, durante el apogeo de la
investigación de The Washington Post sobre el caso Watergate, lo que ya
entonces se conocía como nuevo periodismo alcanzó su punto de máxima influencia
y credibilidad. Se puede disentir con lo que después hicieron Carl Bernstein y
Bob Woodward, autores de aquellos memorables relatos impecablemente
investigados, pero no con la decencia, la tenacidad, la eficacia en la
información y la calidad en la narración que exhibió el Post al anudar los
hilos de aquella historia. Desde entonces, el periodismo narrativo ha tropezado
y ha caído más de una vez, en los Estados Unidos y en otras latitudes, acaso
por haber olvidado que narración e investigación forman un solo haz, una
alianza de acero indestructible.
No hay narración, por admirable que sea, que se
sostenga sin las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como
tampoco hay investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde
en los laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a
quienes leen, la oyen o la ven. Solas, una y otra son sustancias de hielo. Para
que haya combustión, necesitan ir aferradas de la mano. Los problemas que
afectan la calidad del periodismo, sea o no narrativo, son más o menos los
mismos tanto en este continente como al otro lado del Atlántico. Desentrañar
por qué han sucedido y pueden seguir desencadenándose es el tema de mi
reflexión. Mal podré exponer de dónde venimos si no reconozco primero el camino
hacia donde vamos.
Véase lo que sucedió con la historia de Watergate,
en la que dos periodistas jóvenes, en pocos meses, alcanzaron notoriedad
universal al desatar algunos nudos de corrupción y abuso de poder. Todo empezó
por algo en apariencia insignificante: un robo en las oficinas del partido
político de oposición. Y terminó con un hecho notable: la renuncia forzada del
presidente de los Estados Unidos. El punto de partida era ínfimo; el resultado,
en cambio, fue espectacular.
Una lectura superficial de ese fenómeno hizo que
muchos llegaran a conclusiones también superficiales. Si un incidente pequeño
podía, por obra y gracia de los medios, transfigurarse en una historia mayor,
entonces —pensaron algunos— había que salir en busca del escándalo. El
periodismo narrativo parecía perfecto para alcanzar ese fin. Los dramas bien
contados podían conmover e hipnotizar a millones. En cuanto a la investigación,
se llegó a pensar que era legítimo tejer trampas aquí y allá, corregir
sutilmente la dirección de ciertos hechos, agrandar otros, inventar testigos,
multiplicar las gargantas profundas. Así fue convirtiéndose en mercancía
lo que es, esencialmente, un servicio a la comunidad. Se confundió a los
lectores, espectadores y oyentes con una muchedumbre de alfabetos a medias,
cuya inteligencia equivalía a la de un niño. En ese juego, el periodismo perdió
mucha de su credibilidad y casi toda su respetabilidad.
Me di cuenta por primera vez de que algo grave
estaba sucediendo cuando, en el Festival de Cine de Cartagena de Indias de
1997, un periodista novato, empuñando un micrófono como si fuera la pistola
Beretta de James Bond, se acercó a Gabriel García Márquez y le preguntó si era
verdad que iban a filmar en Hollywood su último libro. “¿Cuál libro?”, preguntó
García Márquez con genuina curiosidad. “Pues cuál va a ser, el último”, dijo el
jovencito. “¿Y cuál es el último?”, insistió el autor que meses antes había
publicado Noticia de un secuestro, a sabiendas de que se venía lo peor.
“Pues cuál va a ser: ese que llaman Cien años de soledad”, explicó el
muchacho, con un aplomo que nunca vi en Norman Mailer ni en Tom Wolfe. No he
sabido más del interrogador, que fue enviado aquella noche de regreso a la
escuela, pero todos los días veo a muchos que se le parecen en las pantallas de
televisión de mi país, Argentina, o en las radios que cazo al vuelo cuando doy
vueltas por América Latina.
Suele evocarse con melancolía y con la admiración
que se siente por lo que no se tiene aquel periodismo revolucionario de los
tiempos en que empezó todo, hacia fines de los años cincuenta. Creo
decididamente que ese periodismo no era tan bueno como el que se podría hacer
ahora, porque hay más talentos que entonces y, los que hay, están
intelectualmente mejor preparados. Lo que sucede es que hemos caído, todos a la
vez, en las trampas de la fiesta neoliberal, y no solo van quedando pocos
lugares donde publicar lo que se quiere escribir, sino que a la vez (y lo uno
va con lo otro) cada vez hay menos empresarios dispuestos a arriesgar la paz de
sus bolsillos y la de sus relaciones creando medios donde la calidad de la
narración vaya de la mano con la riqueza y la sinceridad de la información.
Informar bien cuesta mucho dinero, porque requiere invertir un tiempo para el
que a veces no basta una sola persona, e informar con honestidad roza con frecuencia
intereses ante los que se preferiría estar ciego.
A diferencia de lo que sucedía hace un siglo, el
periodismo es un árbol con más ramas de las que se ven. Hace ocho décadas
nació, incipiente, el periodismo de las radios, hace medio siglo el de la televisión
y hace poco más de una década el periodismo de internet. Casi durante el mismo
tiempo se ha pronosticado la decadencia y caída del periodismo gráfico, que ha
ido asumiendo formas inesperadas, como para desmentir los vaticinios fúnebres
de las encuestas. En la reunión que celebró la Asociación Mundial de Periódicos
en Seúl, a fines de mayo pasado —donde la preocupación central fue la
proliferación de los webblogs como ejercicios descontrolados de periodismo—, se
examinó una predicción sobre la muerte de los medios masivos publicada por The
Wilsonian Quaterly, una revista de la Universidad de Princeton. Allí se
sostenía que, dado el acelerado avance de la revolución tecnológica, el
periodismo tradicional sucumbiría en el año 2040. Con sorna, el presidente de
la compañía de The New York Times, Arthur Sulzberger, respondió: “Ya que
tratamos de ser precisos, ¿por qué no somos todo lo precisos que el periodismo
nos permite? ¿Por qué decir que moriremos en el 2040? Digamos, más bien, que
moriremos el 16 de abril de 2040, y que eso sucederá a las seis de la tarde.
¿No les parece?”.
Lo que está enfermando a la profesión periodística
es una peste de narcisismo. Lamento coincidir en ese punto con el australiano
Rupert Murdoch, que tanto daño ha causado comprando medios solamente para
degradarlos y venderlos después, pero el narcisismo —del cual el propio Murdoch
es un buen ejemplo— se advierte ahora casi a cada paso. Una inmensa parte de
las noticias que se exhiben por televisión están concebidas solo como
entretenimiento o, en el mejor de los casos, como diálogos donde las preguntas
no están sustentadas por información. Y entre las radios y los periódicos se ha
creado un atroz círculo vicioso, que empieza —o termina, puesto que se trata de
un círculo— con entrevistas que las radios hacen a personajes destacados por
los periódicos, para que estos publiquen, a su vez, las reacciones de esos
personajes, y así hasta el infinito. La fiebre exhibicionista ha creado
escándalos como el de Janet Cooke, la periodista que ganó un Pulitzer en 1981
por una serie publicada en el mismo Washington Post del caso Watergate por
contar la historia de un niño de ocho años que se inyectaba heroína con el
consentimiento de la madre. La historia era falsa y Janet Cooke tuvo que
devolver el premio, pero ya había cometido el grave daño de contarla muy
bien, con lo que sembró la semilla de una plaga que dio muchos frutos desde
entonces.
En 1998 el semanario The New Republic despidió a
Stephen Glass, su editor principal, porque lo descubrió inventando datos, citas
o personas en veintisiete de sus cuarenta últimos artículos. El más famoso y
letal de todos fue el fruto que nos dio a comer Jayson Blair, reportero
estrella de The New York Times, quien entre los años 2002 y 2003 investigó por
todos los Estados Unidos una docena de noticias apasionantes sin moverse de su
escritorio, plagiando el trabajo de otros o rellenando los huecos informativos
con delirios de su propia invención. Al afán de la gloria fácil Blair unió el
pecado de la pereza, que es el pecado capital de todo buen periodista, y con el
solo arte de su indolencia descabezó de un soplo a la plana mayor de editores
de su periódico.
El periodismo narrativo les parece a muchos el
atajo más fácil y productivo hacia la fama y quién sabe cuántos Jason Blairs de
este mundo caen en la tentación de hacerlo como fuera mal o peor, para
progresar rápido en la profesión, pero también hay que advertir que esos
orgullos individuales prosperan porque suelen estar alimentados por la codicia
deeditores que los estimulan para aumentar las cifras de venta o los ratings de
audiencia o los favores del mercado. A veces los editores no caen por codicia
sino —aunque suene extraño— por ingenuidad. Les llega una pequeña historia en
apariencia bien contada, pero llena de tics que son imitación de cronistas con
un lenguaje propio, y la publican para cumplir con la cuota obligatoria de
narración, sin verificar si esa historia refleja una tragedia mayor o se
reduce, simplemente, a una anécdota que aspira a ser pintoresca. Eso también
aleja a los lectores, porque en el fondo es entretenimiento trivial, medalla
para saciar el narcisismo de alguien que ha soltado en ese relato sus gotitas
de talento imaginario, sin averiguar en qué contexto social suceden las cosas,
o si lo que está narrando sucede a la vez en muchas otras partes. Las cinco o
seis W del periodismo convencional no tienen ya que ir en el primer párrafo,
pero tienen que aparecer en alguna parte, porque son la columna vertebral de
todo buen texto: dónde, cuándo, cómo, para qué, por qué, quién.
Por supuesto, hay periodistas brillantes a los que
nadie les ha encontrado mancha alguna. Para mí, un modelo a imitar es el de
Seymour Hersh, escritor del semanario The New Yorker, que fue el primero en
desenmascarar las atrocidades del ejército norteamericano en Vietnam al contar
la matanza de los aldeanos de My Lai y el primero también en sacar a la luz los
abusos de la cárcel de Abu Ghraib. Seymour Hersh ha salido airoso de todos los
intentos por desprestigiarlo, y ha demostrado, una vez y otra, que el
mejor periodismo narrativo se fundamenta en la investigación. Esa señal de
eficacia superlativa solo es posible cuando los textos se trabajan con tiempo y
con recursos. Con esa filosofía están creciendo en influencia periódicos como
The New York Times, Los Angeles Times, El País de Madrid, The Washington Post y
el Guardian de Londres, que publican por lo menos siete a doce grandes piezas
de relato todos los días, y entre ellas no cuento las de las páginas de
deportes, donde casi todo está narrado.
Los diarios de América Latina son, en su mayoría,
reticentes a ese cambio mayúsculo. Conozco a empresarios que se afanan en
competir con la televisión e internet, lo que me parece suicida, publicando
píldoras de información ya digeridas u ordenando infografías para explicar
cualquier cosa, como si tuvieran terror de que los lectores lean. Ese esquema
ni siquiera tiene éxito en los diarios gratuitos, que son el gran éxito
comercial de la última década. Metro internacional, como se sabe, lanza 56
ediciones en 16 lenguas, y se distribuye en 17 países y 78 ciudades, con una
distribución total diaria de 15 millones de ejemplares, pero ha fracasado en
Buenos Aires porque todo lo que decía ya estaba desde un día antes en la
televisión. El experimento funciona bien donde más narración hay, como sucede
en los Metro de Londres y de Fráncfort.
La necesidad de cortejar a los poderes de turno
para asegurar el pan publicitario ha convertido a muchos periódicos que nos
hicieron abrigar esperanzas de cambio en meros reproductores de lo que dicen
los edictos de los gobiernos u ordenan las empresas de propaganda. Crear una
agenda propia es otra de las obligaciones fundamentales del periodismo como
acto de servicio a la comunidad, pero hasta The New York Times se olvidó de esa
lección elemental cuando empezaron los abusos de la cruzada contra el
terrorismo, y las historias de muertos en Iraq o de torturas en Abu Ghraib y en
Guantánamo fueron lavadas por muchas aguas antes de saltar desde sueltos
menudos en la décima página a crónicas bien informadas en la primera.
Quisiera concentrarme ahora en el periodismo
escrito, porque es allí donde nació un oficio que, a pesar de tantos embates,
todavía está impregnado de pasión y de nobleza. Un periodista que confía en la
inteligencia de su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio,
lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y
fidelidad a la verdad. Alguna vez dije que a la avidez de conocimiento del
lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se
la aplaca con golpes de efecto, sino con la narración de cada hecho dentro de
su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de
artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino
que se lo respeta con la información precisa. El periodismo no es un circo
para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes
ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta
parapensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida
más digna y menos injusta.
Hacia comienzos de los años noventa, cuando mi
país, la Argentina, navegaba en un océano de corrupción, la prensa escrita
alcanzó un altísimo nivel de confianza al denunciar con lujo de pruebas y
detalles las redes sigilosas con que se tejían los engaños. Eso convirtió a los
periodistas en observadores tan eficaces de la realidad que se confiaba en
ellos mucho más —y con mucha mayor razón— que en los dictámenes de los jueces.
Pero la carnada del éxito atrajo a cardúmenes voraces, y casi no hubo
periodista novato que no se transformara de la noche a la mañana en un fiscal
vocacional a la busca de corruptos. Los focos de corrupción aparecieron por
todos lados, por supuesto, pero la marea de denuncias fue tan caudalosa que los
episodios pequeños acabaron por hacer olvidar a los grandes y el sol quedó
literalmente tapado por la sombra de un dedo. Disimulados entre los ladrones de
diez dólares, los grandes corruptos se escaparon con facilidad por los agujeros
que había abierto el ejército de improvisados fiscales.
En América Latina nació, como dije más de una vez,
la crónica, que es la semilla del periodismo narrativo, pero salvo la tenacidad
de unas pocas revistas valientes, esa herencia amenaza con quedar postrada en
la negligencia y el olvido. La historia de la crónica comienza con Daniel Defoe
y su Diario del año de la peste, pero el origen de la crónica contemporánea
está en los textos que José Martí enviaba desde Nueva York a La Opinión
Nacional de Caracas y a La Nación de Buenos Aires en la década de 1880. Está,
casi al mismo tiempo, en los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da
Cunha compiló en Os Sertoès, en los cronistas del modernismo, como Rubén Darío,
Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, y en los escritores testigos de la
Revolución mexicana. A esa tradición se incorporarían más tarde los reportajes
políticos que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas
sobre cine y libros de Jorge Luis Borges en el suplemento multicolor del vespertino
Crítica, en los aguafuertes de Roberto Arlt —que elevaron la tirada del diario
El Mundo a medio millón de ejemplares cuando la población total de la Argentina
era de diez millones—, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma,
los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter,
las minuciosas columnas sobre música de Alejo Carpentier y las crónicas
sociales del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores
de América Latina fueron alguna vez periodistas. Aunque los Estados Unidos han
reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del nuevo periodismo, de
las factions o de las “novelas de la vida real”, como suelen denominarse allí
los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América
Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza. Y es en
América Latina, sin embargo, donde se insiste en expulsarlo de los periódicos y
confinarlo solo a los libros.
Tal vez hay una confusión sobre lo que significa
narrar, porque es obvio que no todas las noticias se prestan a ser
narradas. Narrar la votación de una ley en el senado a partir de los calcetines
de un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar algunas de
las tribulaciones del presidente pakistaní Pervez Musharraf para entenderse con
sus hijos talibanes mientras oye las razones del embajador norteamericano, o
describir los disgustos del presidente George W. Bush errando un hoyo de golf
en Camp David mientras cae una bomba equivocada en un hospital de Jalalabad es
algo que se puede hacer con el lenguaje escrito mejor que con el despojamiento
de las imágenes.
Por último, no quisiera dejar de lado un principio
que los profesionales de estas latitudes suelen olvidar con frecuencia: el valor
y la importancia que tiene la defensa del nombre propio. Por lo general, un
periodista no dispone de otro patrimonio que su nombre, y si lo malversa, lo
malvende o lo pone al servicio de cualquier poder circunstancial, no solo se
cava su fosa sino que también arroja un puñado de lodo sobre el oficio. Volví a
leer no hace mucho, en un periódico de Buenos Aires, una historia de juventud
que había olvidado y que, sin embargo, fue la brújula inesperada que rigió,
desde entonces, mucho de lo que he hecho en la vida. En marzo de 1961 yo era el
responsable principal de las críticas cinematográficas en el diario La
Nación y muy pronto, por el rigor que trataba de poner en mi trabajo, me
gané el resentimiento de un sinfín de intereses creados. Llevaba ya dos años
en esa tarea cuando el diario decidió que, dada la presunta combatividad de mis
textos, yo debía firmarlos para demostrar que era responsable de ellos. Primero
lo hice con mis iniciales, luego con mi nombre completo. Un año después, los
distribuidores de películas norteamericanas decidieron retirar al unísono sus
cuotas de publicidad de La Nación, exigiendo, para devolverlas, que el diario
pusiera mi pellejo en la calle. La Nación no hacía esas cosas, por lo que al
cabo de resistir valientemente la sequía durante una semana, el administrador
del periódico me convocó a su despacho. “Usted sabe que es un empleado”, me
dijo. “Por supuesto”, le respondí. “¿Cómo se me ocurriría pensar otra cosa?”
“Y, como empleado, tiene que hacer lo que el diario le mande.” “Por supuesto
—convine—. Por eso recibo un salario quincenal.” “Entonces, a partir de ahora,
uno de los secretarios de redacción le indicará lo que tiene que escribir sobre
cada una de las películas.” “Con todo gusto —repliqué—. Espero que retiren
entonces mi firma.” “Ah, eso no —dijo el administrador—. Si retiramos las
firmas, parecería que el diario lo está censurando.” Hubiera tenido cien
respuestas para esa frase, pero la que preferí fue una, muchísimo más simple.
“Entonces, no puedo hacer lo que usted me pide. Mi trabajo está en venta, mi
firma no.”
Al día siguiente me enviaron a la sección
Movimiento Marítimo, en la que debía anotar los barcos que entraban y salían
del puerto. Tres días más tarde me di cuenta de que no servía para contable y
renuncié. Durante un año entero estuve en las listas negras de los propietarios
de periódicos y tuve que sobrevivir dando clases en la universidad. En esa
época había los trabajos alternativos que ahora están borrados del mapa.
Volví a La Nación como columnista permanente en
1996. Tres años después, a instancias de la Fundación para un Nuevo Periodismo
Iberoamericano di una charla de mediodía a todos los redactores de ese diario
en el que había comenzado mi vida profesional. Habría dejado caer en el olvido
todo lo que dije si, al día siguiente, el jefe de la redacción, a quien le
comenté el incidente de 1961 cuando ambos éramos corresponsales en París, no me
hubiera alcanzado un resumen de doce puntos con el que quisiera terminar este
monólogo. Ya imaginan ustedes cuál era el primer punto:
I) El único patrimonio del periodista es su
buen nombre. Cada vez que se firma un texto insuficiente o infiel a la propia
conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo.
II) Hay que defender ante los editores el
tiempo que cada quien necesita para escribir un buen texto.
III) Hay que defender el espacio que necesita
un buen texto contra la dictadura de los diagramadores y contra las fotografías
que cumplen sólo una función decorativa.
IV) Una foto que sirva sólo como ilustración y
no añada nada al texto no pertenece al periodismo. A veces, sin embargo, una
foto puede ser más elocuente que miles de palabras.
V) Hay que trabajar en equipo. Una redacción
es un laboratorio en el que todos deben compartir sus hallazgos y sus fracasos,
y en el que todos deben sentir que lo que le sucede a uno les sucede a todos.
VI) No hay que escribir una sola palabra de la
que no se esté seguro, ni dar una sola información de la que no se tenga plena
certeza.
VII) Hay que trabajar con los archivos siempre
a mano, verificar cada dato y establecer con claridad el sentido de cada
palabra que se escribe. No siempre, sin embargo, los diccionarios son
confiables. Dos de los mejores que conozco, el de María Moliner y el de la Real
Academia Española, sólo corrigieron en 1990 la vieja definición de la palabra
día. Hasta entonces, seguían dándola como si aún viviéramos bajo el imperio de
la Inquisición. Día, se podía leer, es el espacio de tiempo que tarda el sol en
dar una vuelta completa alrededor de la Tierra.
VIII) Evitar el riesgo de servir como vehículo
de los intereses de grupos públicos o privados. Un periodista que publica todos
los boletines de prensa que le dan, sin verificarlos, debería cambiar de
profesión y dedicarse a ser mensajero.
IX) Las clases política y empresaria y, en
general, los sectores con poder dentro de la sociedad, tratan de impregnar los
medios con noticias propias, a veces añadiendo énfasis a la realidad. El
periodista no debe dejarse atrapar por las agendas de los demás. Debe colaborar
para que el medio cree su propia agenda.
X) Hay que usar siempre un lenguaje claro,
conciso y transparente. Por lo general, lo que se dice en diez palabras siempre
se puede decir en nueve, o en siete.
XI) Encontrar el eje y la cabeza de una
noticia no es tarea fácil. Tampoco lo es narrar una noticia. Nunca hay que
ponerse a narrar si no se está seguro de que se puede hacer con claridad,
eficacia, y pensando en el interés del lector más que en el lucimiento propio.
XII) Recordar siempre que el periodismo es,
ante todo, un acto de servicio. El periodismo es ponerse en el lugar del otro,
comprender lo otro. Y, a veces, ser otro.
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