A Pie de Calle: Xalapa



Guillermo Manzano

Caminar por las calles de Xalapa es un hábito adquirido desde niño. No sé a bien por qué, pero me gusta. Por años he recorrido sin prisa sus calles. Por el centro tengo una predilección especial. Más de la mitad de mi vida lo he caminado. Solo o acompañado. Con mis hijos y con los hijos de otras más.
    Por 15 años fui cliente cotidiano de La Casona. Siete días. Cuatro semanas. 12 meses. Sólo faltaba los días que no abrían. Los meseros envejecieron conmigo. Unos se fueron, otros llegaron. Los pocos se han quedado. Pasado no es presente, lo sé. Y aunque veo las mismas calles y la fisonomía arquitectónica ha cambiado poco, hay algo que ya no es igual.
    Quizá sea los miles de vehículos que hay. Quizá la gente ha cambiado en sus hábitos y costumbres. A lo mejor se cansaron de ser ciudadanos ejemplares y, en desquite por lo que hacen los políticos, se comportan igual que ellos. Violan las leyes y son prepotentes.
    Las banquetas son extensiones de sus casas o negocios. Sirven como estacionamientos privados. Se adueñaron de las calles. Cualquier cubeta es arma de expropiación. Las heces de sus mascotas coronan los espacios públicos.
    Como la calle es de todos, pues se ensucia. Práctica de los últimos años: sacar la basura doméstica sin que se anuncie el camión recolector. Que por cierto, puede tardar días en anunciarse. Pero eso no importa. Si pagamos impuestos, que trabajen los empleados municipales.
    Es verdad que molesta, indigna, encabrona el comportamiento de los políticos. Parásitos que viven del erario. Pasan de un cargo a otro. Se enriquecen a costa nuestra. Lo sabemos. Por eso no debemos tener la misma conducta. Imitarlos, por venganza o admiración, sólo lastima más a nuestra sociedad. A nosotros. Perdemos dignidad.
Foto: Guillermo Manzano

Nada nos cuesta respetar.  Nada perdemos al ser propositivos. Si a la denuncia, pero con argumentos. Si a la exigencia, pero marcando las diferencias entre ellos y nosotros.
    A fin de cuentas a quienes les conviene una sociedad dividida y gandalla es a ellos. A esos de trapos y lociones caras. A esos que pactan con el crimen para gobernar. A los que despreciamos en la intimidad del hogar, pero cuyas conductas reproducimos. Como si fuese verdad bendita y práctica de vida saber, que el que no tranza no avanza.  
    Me gusta mi ciudad. Sigo caminando por el centro. Trabajo en uno de sus centros escolares más emblemáticos. El más antiguo. El que cumple 170 años de servicio. Por eso molesta, encabrona, entristece ver como la destrozan y nosotros insensibles. Tiesos. Contribuimos a ensuciar, a rayar paredes, a parar el tráfico ‘porque soy el amigo del jardinero que trabaja en casa de la querida del licenciado y nada me pueden hacer’.
    Ahora me pierdo cuando recorro sus nuevas colonias. Veo calles nuevas. Pavimentadas. Todas en la periferia. Que bien. Da gusto. Pero también veo los hoyancos eternos, las inundaciones periódicas, la delincuencia común que vuelve a tomar fuerza. La violencia por la violencia. Las miradas perdidas. Los juegos que quieren que juguemos.
    Eso es lo que observo cuando estoy, A Pie de Calle…

   

   
     

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