Quién es esa niña
VIERNES, 9 DE SEPTIEMBRE DE 2011
(Tomado del Diario Página 12
Candela Rodríguez con su flequillo prolijo y la boquita en forma de
beso. Candela Rodríguez con sus amigas en una casa, pegadas entre sí con el
fanatismo de los 11 años. Candela en su comunión, con su uniforme de girl
scout, haciendo muecas, puchero, sonrisa forzada, y de nuevo, chuicks a la
cámara. Una nena para tantas imágenes que ya es álbum fotográfico en el cerebro
de todos los que seguimos la trama de su desaparición. Desde el miércoles 31,
una semana después de irse de su casa y no volver, sabemos que Candela está
muerta pero la imagen sigue allí, multiplicada y cercana como si fuera un
familiar propio, con una muerte violenta encima y la fascinación de seguir
hablando de ella, aun pisándole los talones a los asesinos, sobre quien un
testigo reservado puso un nombre y apellido. Ya hay cinco detenidos en la causa
y un preliminar de ADN que acerca una resolución al crimen; sin embargo, la
imagen de la niña sigue ahí mientras se describe la mecánica del asesinato, se
deja abierta la puerta de la pedofilia como móvil del homicidio, mientras se
nos recuerda, mostrándola tan viva, que está irremediablemente muerta. ¿Por qué
fascina tanto esta imagen? ¿A quién o a qué se está mirando detrás de ese
flequillo y esos cuantos mohínes? En La memoria de la infancia. Estudios sobre
historia, cultura y sociedad –Paidós–, Sandra Carli, doctora en educación,
bucea en las representaciones que reconstruyen el imaginario de la infancia y
analiza a los niños en las imágenes que los adultos consumen: “El debate se
extrema en la medida en que (los niños) son objetos por excelencia para
retratar guerras, hambrunas y violencias. Ese debate resulta complejo también
si nos detenemos en el espectador de imágenes de niños. Si recuperamos la
pregunta de Sontag acerca de qué significa ser espectador de calamidades, la
cuestión sería: ¿qué significa ser espectador de imágenes de niños, cómo se
ubica el espectador-adulto, qué conlleva esa mirada, sólo se trata de
contemplación o implica algún tipo de responsabilidad?”, escribe.
Sobre esa pregunta, la responsabilidad
que nos cabe como multiplicadores de la imagen de Candela o de los chicos y
chicas que retratan la marginación, el hambre o las publicidades, la Argentina
tiene una tradición en la construcción de un paradigma específico sobre la
infancia, esto es, de lo que hay que pensar y sentir hacia y sobre los chicos.
Este paradigma estuvo atravesado por la irrupción del psicoanálisis y el
peronismo, que a través de su lema “los niños primero” ayudó a fijar que la
pregunta por la niñez es pertinente. El sentido y el alcance de lo que allí
ocurre, como espacio que construye identidad y a la vez que prepara para el futuro,
quedó plasmado en dispositivos institucionales que prepararon el terreno para
una determinada visión de los más chicos con diferentes perspectivas: la
utilización de la imagen infantil como emblema de lo inocente y áureo, aquello
con lo que no se puede jugar, que no tiene soberanía pero sí una decisión de
compra segura e independiente, habilitada por la experiencia del shopping, ese
espacio que puede estar en cualquier lugar o en ninguno, donde se supone que
los grupos de chicos y chicas más jóvenes pueden circular con relativa
seguridad; una decisión de compra que la publicidad alienta y que el uso de
Internet refuerza. Los niños y las niñas, los que habitan el colectivo infancia
y que permanecen en ese limbo indiscriminado de nombrar a todo en masculino,
son pensados desde el Estado y el mercado con gradaciones de poder mayores o
menores según una conveniencia invisible pero casi siempre política o
comercial. ¿Qué o quién es una niña para el mercado? Con sólo asomarse a las
tandas y modelos que aparecen en los programas infantiles se puede contestar:
una princesa que quiere un príncipe, que gusta de maquillarse, pintarse las
uñas, dar una vueltita para mostrar lo que exhibe porque parece “una muñeca”,
ser lo más similar a esa con la que juega, lo que querrá decir cuando sea más
grande, parecerse a una Barbie o una de las rubias angeladas de los productos
de Cris Morena. Las niñas son pensadas desde el marketing como pequeñas
mujercitas que querrán verse “diosas”, cueste lo que cueste, y en esa vidriera la
oferta del cumpleaños-spa o los realities kids son el ejemplo más acabado de lo
que se espera de ellas.
La imagen de Candela Rodríguez se
multiplicó en las redes sociales y en la televisión, en la puerta de su propia
casa, en las paredes, las ventanas y los autos del barrio que la vio nacer y
que la estaba buscando, no solamente como pedido de ayuda para quien pudiera
verla, sino como gesto político de una carrera loca contra el tiempo que, se
sabe, aleja de la verdad a los que desaparecen. El plus de las fotos de Candela
se tejió con la trama de su desaparición: la falta de certezas sobre dónde
estaba y quién se la había llevado pareció habilitar las hipótesis sobre una
relación deseada, instantáneas que se contrastaron con la posible participación
en el show de Tinelli en 2007, por videos que subidos a YouTube podrían haber
dado la oportunidad de “vender” más fácil a la nena a una red de pedófilos. La
imagen se hizo tres dimensiones con la difusión de otro video donde Candela
dice amar al hermano, mandarle besos, mirar a cámara y desenvolverse fresca, en
esa cornisa entre la niñez y la adultez.
A este doble filo se sumó una madre
“irresponsable”, porque así como la niña aparece a veces pasiva y víctima y a
veces capaz de generar vía Facebook un encuentro con un varón mayor, la mamá
absorbió juicios de valor, ignorando el proceso real y efectivo que mandó a su
ex marido y padre de Candela a la cárcel: ella fue, sobre todo en las primeras
horas después de hallarse el cuerpo, la que revistió la culpa y el engaño a
toda la opinión pública.
Por otro lado, el caso de Candela abre
una pregunta sobre las otras niñas que desaparecen. Candela enseguida fue
nombrada así, con su nombre de pila. Linda, desenvuelta, reconocible en el
imaginario de “niña” que si bien no fue la que bailó en el programa de baile
hubiera sido aceptada como imagen de belleza y sensualidad necesarias. Otra
noticia que circuló desde el martes pasado en los medios exponía la situación
de una “menor wichí” (ver página 7) violada enfrente de una comisaría en
Ingeniero Juárez, Formosa, reduciendo el nervio de la situación al delito
cometido en las narices de la autoridad. Sandra Mamani, una adolescente de 14
años que había desaparecido el 8 de agosto de su casa de Villa Lugano, fue
encontrada durante el fervor de Candela, pero su despegue mediático no tuvo el
mismo eco, a pesar de que la difusión de su imagen habilitó a que la
encontraran en Mendoza y restituyeran a su hogar. Para Irene Castillo,
socióloga, autora junto a Claudio Azia de Manual de Género para niñas, niños y
adolescentes (GES-Cceba), en el caso de Candela hay una intersección poderosa
de elementos que reproyectan esa imagen ya conocida y que van por otro carril
que el de la justicia y la verdad que tanto se implora. “Los medios no se privaron
de mostrar esa simultaneidad: la imagen de ella, si bien estaban las de su
comunión, las del grupo de scout, y otras, la que primaba era la imagen del
beso, y en algún lugar, si era una ‘lolita’, hay una lectura de que la actitud
provocativa es castigada. Hay un mensaje en esa insistencia, incluso sin estar
dicho ni deslizado ni pensado. En el imaginario social está el castigo a la
transgresión, incluso instalado en relación con la madre, una mujer que avanza,
‘va al frente’ o se planta frente a un movilero televisivo que sugiere una
vinculación con el crimen. Si la madre no se hubiera enojado, hubieran dicho
‘no se enojó porque tiene algo que ver’, entonces de alguna manera las mujeres
quedamos en un sin salida”, dice Castillo, y enumera la cantidad de juegos y
propuestas para nenas que las ponen en el centro de la escena de la belleza
desde muy chicas, ya desde los concursos de belleza norteamericanos o la madre
que le pone botox a su hija para que no se arrugue, la instigación a la
perfección física y a la sensualidad como maneras de atraer y ser queridas se
dan de cara contra la pared de la madre ejemplar que toda mujer debiera querer
ser. Si bien los estereotipos se van aflojando, el callejón oscuro no es sólo
el que se imagina para las violaciones, cuando contrariamente éstas ocurren a
la luz del día y por aquellos encargados de cuidar, en tantos casos, sino
también el que se propone como construcción de mujer deseada, buscada, elegida,
valorada y no desechada, como en el caso de “menor wichí”, a las páginas
policiales como curiosidad y no con un pedido de justicia.
Hoy, el caso de Candela sigue siendo
protagonista por esa comunión de significados que asignaba Castillo y por
aquello de “han tocado a nuestra puerta”. El “esto no puede volver a pasar” que
se repite como mantra no indaga en las fracturas que expusieron a Candela a una
visibilidad pública brumosa, sino que parece grabarse para tapar los verdaderos
problemas que acontecen con esas sexualidades que desde la adultez son tan
difíciles de descifrar: qué quieren los chicos y las chicas, cómo y cuándo
desean, cuánto hay de auténtico placer y cuánto de presión en los brillos y los
tules y qué espacio habría para otra cosa si se les ofrecen otros estímulos o
preguntas. “Esto no puede volver a pasar” es decir también que la culpa la
tienen otros, no la tienen las personas a cargo, no hay responsabilidades
compartidas entre el Estado, la sociedad y la familia para mirar y pensar a
esos futuros adultos y adultas. Y en el fondo es un poquito “que no pase más (a
mí)” que es lo mismo que decir “que a mí no me pase”.
“Hay un antes y después de Candela en
el imaginario que es falso, y es disciplinador, es un ‘ni loca la dejo ir sola
a la nena’ como justificación válida para sacarle libertad a una piba, para quien
es incontrastable discutir eso. Cuando los abusos son en su mayoría puertas
adentro de la casa y del barrio, con los vecinos y parientes”, dice Susana
Wegsman, licenciada en psicología, que aporta desde su experiencia en el Grupo
de Mujeres 8 de Marzo en el Barrio Don Orione, Claypole: “Hay abusos sociales
para con las mujeres en todas las clases sociales”, explica.
Si Candela efectivamente hubiera sido
víctima de una red de trata y producto de la difusión y la presión política
para resolver el caso se hubiera logrado restituirla a su casa, el interrogante
se pierde porque es inédito. ¿Cómo haría una nena que ya conoce todo un país
para reinsertarse en su rutina de juegos y escuela con el sello de una
experiencia sexual adulta? Si en un primer momento la gente publica en sus
muros y manda mails para que más accedan a la imagen de la “perdida”, nadie
imagina un segundo momento de aparición como el que está atravesando Sandra
Mamani.
HISTORIA DE LA NIÑEZ,
NUNCA DE LAS NIÑAS
En 1962, un pediatra alemán, Henry
Kempe, le puso nombre a una vieja práctica naturalizada: el pegarles a los
chicos para disciplinarlos, ponerles límites “para que aprendan”, reforzar lo
aprendido por las palabras con la mediación del cuerpo castigado, que tiene una
memoria más allá de lo que la mente puede recordar. El “síndrome del niño
apaleado” viene a ser tal vez la primera señal de que el castigo que sufrían
los niños era real, tenía nombre y consecuencias, traumas, angustias
proyectadas luego a la vida adulta y a una sexualidad que, ya descripta por
Freud a principios del siglo XX, estaba presente desde los primeros días de
vida. En la historia de la niñez en la cultura occidental aparecen expresiones
como “infanticidio tolerado”, práctica muy común en la Europa feudal o la
máxima agustiniana de que el bebé que llora mucho tiene el diablo adentro y por
lo tanto puede ser castigado. Los cuentos de los hermanos Grimm recogían
leyendas medievales que circulaban en el mundo de los adultos, pero que ellos revistieron
de ángeles y hadas pero sin reprimir la crueldad del abandono y la desolación.
Pero de las niñas ni hablar. “Recién ahora se habla de nenas, porque cuando se
lee la historia de la infancia, las niñas no son nombradas, siempre se habla de
los niños, pero no casualmente sino porque eran los únicos que tenían acceso a
la educación, que tenían que ser capacitados para el trabajo. Las mujeres como
seres humanas hace 60 años que empiezan a visualizarse, y a ser nombradas muy
recientemente, entonces la historia de la infancia excluye a las niñas porque
excluye a las mujeres de un proyecto de ciudadanía”, dice Castillo. La infancia
y la adolescencia fueron una construcción histórica y social que se fue
realizando en el tiempo de manera muy avanzada. Platón asimila los niños a los
borrachos, los animales y las mujeres, porque no son adultos varones y activos
ciudadanos de la polis, por lo tanto no existían como modelo de ciudadanía ni
protagonismo de nada.
“La convención de los
derechos del niño es de 1989 y Argentina incorpora la Declaración de los
Derechos del Niño en la modificación de la Constitución de 1994. Entonces, si
bien hay un proceso que reúne el advenimiento de cambios desde mediados del
siglo pasado, hay muy pocos años de margen de trabajo y una naturalización con
peso histórico del maltrato, el abuso y el sometimiento en general. Vivimos en
una adultocracia, de manera que quien no es adulto sale más perjudicado de ese
abuso naturalizado. A los niños y niñas no se les confiere los mismos derechos
y las mismas posibilidades que deberían tener, y hay un discurso políticamente
correcto sobre los derechos y el empoderamiento de los niños pero lo cierto es
que la mayoría de las veces se lo desconoce”, dice Castillo. Para Wegsman, la
falta de inversión en políticas públicas no es la única falla del sistema, y
relata un caso donde una madre acudió a las autoridades policiales porque el
novio de su hija de 13 años estaba difundiendo imágenes de ellos teniendo
relaciones sexuales. “La mujer hizo una denuncia pero no pasó nada, no había
qué respuesta darle, cuando un protocolo bien estudiado debería poder derivar
el caso a profesionales capacitados y bien pagos que se dediquen a resolver
todo el arco de conflictividades que atraviesan los chicos, chicas y adolescentes
en relación con su convivencia con el mundo adulto y con su exogamia. Pero si
el Estado no ha pensado en estas respuestas mucho menos lo hizo en la
perspectiva de género que deberían tener tales políticas. La mirada que se
tiene desde el Estado hacia la niñez adolece de la urgencia profesional, que
debería ser sensible a una escucha que baje desde la academia, no desde el
asistencialismo.”
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